⚫️YVES SAINT LAURENT⚫️

- Hola. Buenos días.
- Hola. Buenos días. ¿Le puedo ayudar en algo?
- Oh, hum. Me gustaría comprar un antiojeras. El más potente que tenga.
- ¿Es para su novia, quizá para su madre?
- Bueno. En realidad es para un amigo.
- Ya veo. Tenemos la línea masculina de maquillaje de Yves Saint Laurent en aquella estantería. Acompáñeme.
- De acuerdo.
- (...)
- (...)
- Ya lo creo. El modo de vida contemporáneo es muy estresante ¿Por qué no aprovechar el poder de la cosmética?
- Bueno. En realidad a mi amigo le han pegado un puñetazo.
- Ah. Hum. ¿Se encuentra bien?
- Bueno. Digamos que necesita un antiojeras. El más potente que tenga.

Patatas fritas.


Salí del restaurante con un fuerte olor a patatas fritas en la ropa. Ni siquiera me quité los pantalones negros y llevaba la pajarita en uno de los bolsillos junto a las propinas que conseguí durante la noche. Los comensales japoneses habían valorado lo suficiente mi sumisión. Una mesa de 15 japoneses hablando bajo, como si estuvieran conspirando mientras comían croquetas. Cuando salí del restaurante uno de mis compañeros gritó a los lejos mi nombre. Quería que fuese con él, con ellos, a la discoteca en la zona alta de la ciudad: “para tomar unas copas y bailar, jugar a los dardos y poner a parir al jefe”. Me sentía tan solo que accedí. No había mucha diferencia entre coger el autobús a las 2:00 que a las 7:00. Sabía que salir con ellos supondría llegar al amanecer.
Montamos 6 en un coche amarillo. Yo iba en el medio de la parte trasera. Las propinas de aquella noche tintineaban en nuestros bolsillos a cada bache de la carretera de Madrid que nos llevaría a la calle Orense. – Mañana tengo un examen – dijo una - estudiaré por la mañana en el metro camino a la facultad -. La noche era tan oscura y el cartel de la discoteca tan flúor que al mirarlo me invadió una desagradable sensación que me revolvió el estómago e hizo que se me cayera todo el cansancio encima. Otro me dió un golpe en la espalda animándome (a morir) y entramos por el pasillo largo y enmoquetado que nos llevaría a una sala amplía con una bola de discoteca a la que le faltaban algunas piezas y que daba vueltas tontas.
Los grupos de personas se repartían por la sala cubriendo las esquinas. El camarero iba vestido como yo hace unas horas. No me moví de donde aterricé al llegar a la sala, de pie, como una escultura, temiendo que si me sentaba en alguno de los mullidos sillones me quedaría dormido. De repente, llovió confetti. Mi ropa despedía tanta grasa que se quedaron pegados como si fuera un payaso. Un payaso-escultura. Mis compañeros simulaban que estaban pasando un buen rato. Bailaban mecánicamente repartidos por cada una de las esquinas de la sala.