Esa tarde decidí ir solo al cine.

Esa tarde decidí ir solo al cine.
Justo antes de que empezara la película, cuando ya habían pasado los anuncios y los tráilers y la sala estaba completamente a oscuras, alguien se sentó a mi lado. Me pregunté por qué no había elegido sentarse en algunas de las otras cientos de butacas que estaban vacías. La miré a los dos segundos. Ella me miraba y dejó de mirarme cuando yo la miré. Cuando volví a fijar mi mirada en la pantalla, sentí como ella volvía mirarme. Luego volví a mirarla aprovechando que no me miraba. Dicen que a la luz de las velas todos parecemos más atractivos, que borra todas nuestras imperfecciones. Pero confirmo que la luz de la pantalla del cine también. Decidí relajarme y no pensar más en aquella intrusión en un espacio público y concentrarme en la película, en aprovechar cada uno de los euros que había pagado por verla. En una de las escenas, ella comenzó a reírse, intentando contenerla para no molestar al resto: eso me gustó. No sé por qué motivo yo también comencé a reírme. Pero creo que notó que yo también me reía y ella dejó de hacerlo. Tenía mucha curiosidad por ese perfil que hasta ahora sólo intuía. Intuía sus piernas elegantemente cruzadas, apretadas fuertemente. Cambió varias veces la postura de sus piernas. Yo también lo hice. Durante parte del metraje conseguí evadirme por completo de aquella presencia desconocida. La película no me pareció muy buena. Nada más acabar y empezar los créditos finales, los nervios recorrieron mi cuerpo. ¿Se irá ahora mismo? o ¿verá los créditos hasta el final? Ella no se movía de la butaca, yo tampoco. La gente comenzaba a levantarse. ¿Que ella no lo hiciera significaba que estaba interesada en mí? pero, ¿estaba interesado yo en ella? Fingí poner mucha atención en la lista de temas musicales, imposibles de retener a la velocidad en la que aparecían. De repente y antes de que aparecieran los agradecimientos, se levantó bruscamente y se marchó. Me dejó solo. Pensé que no había razón para enfadarse, pues yo era el primero que podría no estar interesado en ella. Aguanté, alargando y disfrutando del tema musical principal, solo en la butaca hasta que encendieron las luces. Estaba tan a gusto, que salir de la sala era como salir de la barriga de mi madre y tener que enfrentarme al mundo. Mientras salía, me pregunté si ella estaría fuera esperándome. ¿Cabía esa posibilidad? Era agradable esa excitación que sentía ante la posibilidad de que estuviera fuera, sola, esperándome. ¿Por qué no? La pregunta era ¿yo habría hecho lo mismo? Cuando abrí la pesada puerta de la entrada principal del cine, allí estaba, apoyada en la pared fumando un cigarrillo. Fumaba con los guantes de lana puestos. Me quedé quieto en la puerta porque realmente no esperaba encontrármela. Ella me miró fijamente, y tras las dos últimas caladas a su cigarrillo, lo tiró al suelo, lo pisó y se marchó pausadamente, como si tuviera demasiado tiempo y le sobrara y eso no le gustara. La seguí a unos metros de distancia. Era difícil mantener el ritmo para no alcanzarla. Cruzamos la esquina y andamos separados por la avenida. Yo esperaba una señal, me repetía con fuerza: date la vuelta, date la vuelta. Supe que quería que la siguiera porque finalmente se giró. Yo tuve que pararme. Una masa de gente venía hacia mí. Ella continuó andando, paseando. Entró en un restaurante. Empecé a andar más deprisa, y cuando entré, ella ya estaba sentada en una de las mesas para dos. Yo me senté en frente en otra mesa para dos, con una mesa para dos vacía entre los dos. Ella pidió una copa de vino blanco. Por acompañarla tomé yo también una. Mientras comíamos nos mirábamos. Mientras masticábamos sonreíamos. Fue una velada muy agradable. El servicio fue rápido, amable, estupendo. No sabía si pedir un café, me moría de ganas, pero tenía miedo de demorar más la cena y que ella se marchara sin pedir postre. Ella pidió un trozo de tarta. Pagamos las cuentas, firmamos los recibos bancarios y dejamos las propinas. Esta vez quise salir yo primero del restaurante para confirmar si ella estaba dispuesta a seguirme a mí. Mientras cruzaba la pesada puerta del restaurante sentí miedo de que ella estuviera saliendo también, pero por la puerta trasera. La brisa helada me golpeó en la cara. Saqué del bolsillo del abrigo un gorro de lana y mientras me lo ponía tuve miedo de que no me reconociera. Comencé a andar por la avenida. Veía no muy lejos la plaza. Me di la vuelta: me seguía. Hacía tanto frío que por instinto entré en un bar en el que no había entrado antes. Pensé que quizás a ella no le apetecería estar sola en un bar, pero lo hizo. Mientras yo me acomodaba en la barra y pedía una cerveza, ella comenzó a bailar en la pista, deshaciéndose de sus complementos y dejándolos sobre uno de los sofás, balbuceando la canción que sonaba. Todo estaba muy oscuro. Supuse que de nuevo tenía una sonrisa en la cara. Yo también conocía la canción, siempre me había parecido una canción estúpida pero resultó que me la sabía de memoria. No estaba dispuesto a beber más. A ella le pareció que no era necesario alargar más la noche y comenzó a volver a ponerse todos los complementos, mirándome de reojo con sus ojos verdes, marrones o azules. Salimos juntos del bar. Subimos juntos las escaleras que llevaban a la calle sin decirnos nada. No era necesario, al menos por ahora. Empujamos a la vez la pesada puerta de salida del bar y nos encontramos en la calle. Sus ojos eran verdes. Nos besamos.