Salía del supermercado
con una bolsa de plástico repleta en cada mano como pesas cuando desde un arbusto observé obligado como
una puerta de coche se precipitaba sobre mí a trescientos kilómetros por hora. La
puerta era negra metalizada, con una ventana de cristal no ahumado. No pude
comprobar de qué marca de coche se trataba. En
ese mismo microsegundo congelado, reparé cómo hacia mi izquierda volaba una rueda y a
mi derecha lo que parecía ser un casco de moto. Tampoco pude apreciar si contenía una
cabeza dentro o no. La puerta del coche que se iba precipitando hacia mí la
percibí como un objeto familiar. Me acordé de Jesús. No de Jesús de Nazaré, sino de Jesús Fernández, mi primer amor. Hacía buen tiempo y había
decidido hacer la compra. Me había levantado con hambre. Justo había leído una
frase el día anterior: "Si se tiene apetito, es que todo va bien". No
era el caso. Había comprado todas y cada una de los productos que había apuntado en
la lista. Los había tachado uno por uno cada vez que los encestaba en el carro
y sumaba los precios con una calculadora. Todo para nada. Todo para lo que
parecía que iba a acabar en una puerta de coche viniendo hacia mí a trescientos
kilómetros por hora. No llevaba una muda encima. Antes de todo, o de nada, pude
verme reflejado en su cristal no ahumado. Estaba guapo esa mañana. El tedio del sobreesfuerzo por haber
paseado durante tanto tiempo en el supermercado me había
dado un aspecto desenfadado. Sólo podía pensar en toda la comida desparramada y espachurrada sobre el camino y que la cajera me había ayudado amablemente a introducir
escrupulosamente en las bolsas. -Que pase un buen día- me había dicho. Yo me
lo había tomado como una promesa. Porque creo que lo dijo de verdad. No creo que esa
cajera fuera tan buena actriz. Lo que no era, era una buena vidente.