Nocturnos

El libro de bolsillo
bajo el sombrero negro
de alas anchas.

*

Si mientes
el abono perfecto.

*

Los balcones como tableta de
chocolate
sin tocar por los niños
que guiñan desde cielo
en forma de estrellas.

*

*****

*

La noche es clara
como la firma de un padre
en la hoja de notas debajo
de un sobresaliente.

*

Las grúas son montruos
de metal que no se tumban
para dormir.

*

La sombra del león
me dio más miedo que el propio
león.

*

Los pezones de las torres
tras los edificios bajos.

*
El silencio de Sylia Plath.

El último sorbo de café

Alargó tanto el último sorbo de café que no lo acabó nunca.
La gente que entraba en la cafetería-restaurante lo miraba con extrañeza y pensaba que estaría enfermo o que era un hombre pegado a una taza de café. Creían que simplemente le gustaba el contacto de la porcelana entre los labios. Nadie parecía tener intención en preguntarle si se encontraba bien.
La intensidad del último sorbo de K estuvo tan llena de concentración que no supo salir de esa realidad. Los dueños del restaurante, cuando se percataron al cerrar de que K continuaba allí sorbiendo, se apiadaron y le dejaron descansar. Apagaron las luces y abandonaron de puntillas su negocio mientras susurraban para sí que no siempre era buena tanta pasión en lo que uno hace.
El destino de K estaba escrito en los posos de esa taza de café.
A la mañana siguiente, los propietarios abrieron la cafetería con el placer que les proporcionaba la seguridad de hacer lo mismo cada día, pero preguntándose, esta vez, si K estaría todavía dentro.
-Claro que estará dentro. Lo dejamos encerrado. No sabemos si vivo o muerto.
Y allí se encontraba, en medio del salón, tumbado sobre dos sillas, la cabeza apoyada en una y las piernas sobre otra, manteniendo el equilibrio, aspirando el último sorbo de café como si fuese un largo suspiro. Tenía los ojos cerrados, la taza en su boca, la mano derecha en el asa.
-No duerme como un bebé.
Los señores se vieron obligados a despertarle, tenían que comenzar a servir los desayunos a la masa. Temieron que K estuviese muerto.
-Un muerto jamás podría sostener una taza de esa forma.
De repente, K abrió los ojos y se asustó al ver que todavía continuaba dentro de aquel trance. Se sintió como dentro de una cárcel, con aroma. Experimentó el peso de una soledad que sólo sufriría alguien que fuese el único al que le pasara algo por lo que nadie había pasado antes.
-Tendrás que devolvernos la taza.
K intentaba expresarles con los ojos acuosos que no le era posible.
-Si insistes en sorber, tendrás que pagarme por cada hora en la que la taza no sea devuelta, espero que lo entiendas.
K asintió.
-Puedo darte un vaso de plástico si deseas seguir sorbiendo en la calle.
K se acercó a la barra, y con la mano izquierda acercó el taburete más cercano a la puerta de la cocina y se sentó.
-¿Tienes hambre?
K se dirigió al baño. Entró en uno de los cubículos, bajó la tapa y se sentó. No conseguiría fumar un cigarrillo, una fuerza inexplicable le impedía desprenderse de la taza. Respiró por la nariz profundamente. Abrochó cada uno de los botones de su chaqueta para no resfriarse. Se miró al espejo. Pensó que sus ojos eran bonitos.
Durante un segundo olvidó que estaba sorbiendo de aquella taza. En su interior, lamentó que ese trago le resultase delicioso. Esa fragancia le envolvía y le ayudaba a mantenerse despierto.
Se marchó finalmente, decidido, de la cafetería, sin despedirse. Los señores quedaron mostrando a la vista más tazas, más platos, más cucharillas y colocándolos sobre manteles y servilletas de cuadros amarillos y blancos.
Lo observaron avanzando con pasividad, pero al cruzar el umbral, la dueña corrió tras K y le recordó a gritos que cuando consiguiera despegarse de la taza volviera para devolvérsela.
Aquella taza de hueso tenía pintada flores que combinaban con sus calcetines. Pudo leer en la base ayudándose de un espejo que era inglesa.
K andaba deprisa, intentando disimular que sorbía desde hacía ya muchas horas.
Se dirigió al banco. Quería sacar algo de dinero para pedir ayuda a algún especialista. Durante el trayecto nadie se percató de lo que le ocurría y fue un alivio. Aprovechó el teléfono del hall para llamar a su jefe e intentar explicar que no había aparecido por el despacho aquella mañana porque sentía un fuerte dolor de cabeza, pero K sólo consiguió balbucear con esfuerzo vano palabras ininteligibles. Aun así reconoció su voz.
- No sé qué dices, tranquilízate, toma un café e intenta llamar más tarde, estoy ocupado.
Después de sacar dinero del cajero y tenerlo apretado en su mano izquierda con cierto dolor, deseó tener un poco de sopa en aquella taza.
Antes de volver al restaurante para pagar su deuda, avanzó a través de un pequeñísimo jardín triangulado por árboles con la esperanza de despertar de lo que parecía ser una pesadilla. Las reflexiones de K duraron poco. Al reposar sobre el único banco, una banda de palomas se abalanzó sobre él queriendo beber de aquello que parecía tan digno de absorber, y espantado por tal violencia urbana, huyó.
Una mujer no se detuvo al verle correr sin rumbo hacia ella. K asombrado por aquel desinterés, lo tomó como un tipo de atracción fatal.
-Acabo de graduar mis gafas y te examino desde hace metros y no sueltas esa taza de tu boca, ¿por qué?
Sus ojos eran de una melancolía azul.
- Te gusta mucho ese café, ¿verdad?
K asintió.
-¿Te gustaría besarme?
K asintió.
La mujer agarró con su mano la taza. K percibió como se calentaba el sorbo. Mientras intentaba descifrar la razón por la cuál a alguien le podía resultar atractivo en esas condiciones, la mujer, molesta ante el bloqueo de K a causa de un exceso de evasión en sus elucubraciones, le dio la espalda y abandonó la escena indignada.
Camino abajo, K fue tras ella. Sin sonreír dentro de la taza, intentó expresar con el ritmo de sus pasos su desamparo. La mujer entró en una librería y desapareció entre las estanterías. K desesperado fue interceptado por el dependiente.
-No se puede entrar en el local con bebidas del exterior.
Cabizbajo, y cada vez más acostumbrado a la taza como parte de su cuerpo, caminó de vuelta e irrumpió de nuevo en la cafetería- restaurante donde había comenzado todo.
Al atravesar la puerta, se dirigió furiosamente hacia la misma mesa en la que estuvo esa mañana, empuñó un bolígrafo y le escribió a la camarera, que se acercó a él ingenuamente, un mensaje muy claro: quería que le trajesen un platito y una cucharilla para su taza.
El restaurante estaba repleto, la masa discutía hambrienta demandando rapidez.
K, absorto, se encontraba en medio de todo aquello como un tótem sagrado y desolado. La camarera voló con el menaje que K exigió. Cuando los tuvo frente a sí, posó la taza lentamente sobre el plato. Al quedar liberado, fijó su atención en un póster que anunciaba un retiro en una comunidad colombiana dedicada al cultivo de café. Acompañaba al texto una estampa paradísiaca: un bosque, un río, un colibrí, una hamaca. Los propietarios salieron despavoridos de la cocina en pantuflas hacia la mesa donde estuvo K. Con los ojos como cuencos y las bocas como fuentes, abrumados por la ausencia de K, giraron sus cabezas hacia al tumulto de trabajadores y luego estupefactos al fondo de la taza vacía.


***


EL “SÍ, QUIERO” DEL JOVEN JONATHAN HARKER por Juan Dando

Ayer por la noche Mina y yo fuimos a hacer el amor al cementerio. Hacía mucho frío, pero Mina y yo no lo sentíamos. La situación no era propia de nosotros, pero Lucy nos había dicho que siempre llevaba allí a sus pretendientes para poner a prueba su valentía. Nos adentramos por la avenida egipcia, entrelazados como dos jóvenes prometidos en un altar. Un olor fétido emanaba de los panteones, y la única iluminación era la de los ojos de los gatos que parecían querer abalanzarse sobre nosotros. Mina disfrutaba a cada momento.

A la mañana siguiente, antes del almuerzo, le pedí a mi madre que diera orden de que se me sirviese el filete poco hecho. Habíamos sacado la cubertería de plata porque nos visitaba mi tío desde Dublín a Londres. Al corte con el cuchillo, la sangre salpicó tan fuerte mi camisa blanca que tuve una erección. Fui al cuarto de baño para enjuagarla, pero el contraste entre el deseo y la repulsa me produjo un estado de consternación tan grande que, como hipnotizado y con la excusa de dar un paseo, salí corriendo hacia el matadero y, colándome, agarré una de las esponjas que vi tiradas por el suelo, recogí con ella toda la sangre que pude, la metí en uno de los bolsillos de mi chaqueta y, al llegar a casa, encerrado en mi habitación y sentado sobre el lecho de la cama, absorbí toda la sangre sin sentirme satisfecho.

Mina mandó un telegrama: “Jonathan, espero que te encuentres bien, hoy me comentaron unos vecinos que te vieron deambulando solo por el parque”.

Retomando los hechos, recuerdo que, después de pasar la velada en el cementerio, acompañé a Mina hasta su casa y la ayudé a saltar el muro del jardín. Mientras regresaba a la mía, ya entrada la madrugada, y cruzando el camino que bordea la fortificación, me heló ver que a lo lejos estaba esperándome alguien vestido con un camisón blanco. Era una nebulosa que flotaba a medio metro del suelo y avanzaba hacia mí como si me hubiese reconocido. Antes de pestañear, estaba tan cerca que pude reconocer a una mujer de unos veinte, treinta o cuarenta años. También podría haber sido un hombre muy guapo. No podía moverme, mi cuerpo estaba clavado a la tierra. Su boca destilaba un aliento como de marisco en mal estado, y se dirigió a mí en un idioma que no supe reconocer. Comenzó a olisquearme como un animal cuando bruscamente otro alguien nos separó de un golpe diabólico y, a partir de ahí, no consigo descifrar cómo llegué de vuelta a casa. De cualquier modo, no me gustaría que se produjese otro encuentro de ese tipo por lo que pudiera pasar.

A la hora del té, mi tío, sin escandalizarse demasiado, señaló que de mi yugular supuraba pus. Me costaba respirar, pero no le di importancia porque no soy consciente de quién soy ahora mismo. Estoy tumbado sobre el diván, y no son reposo estas alucinaciones. Veo cuervos que quieren sacarme los ojos. Escuché cómo mi tío y mi madre murmuraban detrás de la puerta, y por el tono parecían preocupados. Luego sentí cómo me encerraban con llave. Los paños de agua fría parecían no ser suficientes. Las uñas me crecían tan fuertes y finas que era una tortura intentar cortarlas. Están cerca. Sé que tengo que volver a verlos para luego poder veros a vosotros.

Pensaba que lo que sentía por Mina era amor, pero todo esto es más intenso. Pena que no supiera exactamente por quiénes y por qué lo sentía.

Como un lobo en una trampa, al sonar las campanas de la iglesia a media noche no pude resistirme  y escapé por la ventana, volví al cementerio y, alborotado, cogí una de las ratas que se encontraban amontonadas en una de las catacumbas, la más gorda que pude, la reventé por dentro con una sola mano y la mordí.  Acto seguido, y más excitado que nunca por la experiencia, embobado por la luz de la luna llena, me dirigí hacia el enorme torreón a una velocidad pasmosa, y cuando sentí el contacto de la fría piedra con mis manos, descubrí que podía trepar por ella sin mucho esfuerzo. Escalé como una mantis hasta llegar a una pequeña ventana en el tercer piso, y me introduje en el interior de una estancia vacía salvo por el suelo cubierto de arena y cuatro ataúdes.

Una neblina espesa se coló entre las grietas de la sala y, como una serpiente, envolvió todo mi cuerpo hasta que, frente a mí, se transformó.

Arropado con una túnica negra y mirándome fijamente con sus ojos amarillos, el Conde, de dos metros de altura, se acercó a mí, cortó una de sus muñecas peludas con una uña y, cubriéndome con su capa como dos enamorados, me dio de beber la sangre que brotaba. Babeábamos saliva negra.

Tres mujeres nos rodearon y, entre los cuatro, me metieron dentro de uno de los ataúdes. Sentí cómo lo sellaban con dos clavos. Escuché que susurraban algo entre risas, en una lengua que empezaba a sonarme familiar. Me despedí mentalmente de Mina, y le pedí perdón. La sangre caliente que me había dado de beber el Conde burbujeaba sobre mi pecho.

Me dejé caer en la negritud.

Cuando estuve a punto de perder el conocimiento, volvieron a abrir la tapa del ataúd y salí de él tan ligero como nunca me había sentido.

– Ahora, Jonathan – dijo el Conde- ve a buscar a Mina.

Llovía.

"Paraíso"

Ámbar caliente humeante
Nenúfares flotan en el alma cristalina
Cisnes delfines libélulas
Jardín de ideas propias
Los frutos caen
Bufones hacen picnic de nueces
Por supuesto rayas de tigres camufladas entre las lianas
Un rocío constante reflecta rayos de oro
Muros de bambú biombos
Saltos de piedra peces gordos y bigotudos
Peces voladores también
Hormigas se abren paso entre la arcilla húmeda
Las abejas chupan las flores descargan
La canción del río murmullo de ánimas
Vuelan togas por la hierba
Los ángeles pasean.

Esculturas de miel charcas de leche
Lluvia de semen de minotauros que se
balancean en columpios.