Encabezados: Walt Disney por Juan Dando

Soy enterrador en el Forest Lawn Memorial Park. Me llamo Elias, tengo cuarenta y cinco años, mido 1'85 cm, tengo mujer y una hija. Mi hija tiene un hámster. Su película favorita es La Sirenita. La de mi hija también. Mis hobbies son coleccionar latas de cerveza negra de marcas poco conocidas y ver curling en la televisión. Ante el bulo que rodea la muerte de Walt Disney y su cabeza crionizada, hablaré al respecto. El cumpleaños de mi hija se acercaba, y coincidía además con el de su hámster. Su segunda película favorita era La Cenicienta. La de mi hija, Dumbo. Confesaré que fui a la tumba del señor Disney una noche de ese verano en la que la luna llena parecía la cabeza decapitada de la tierra y deslumbrante por la excitación de la medianoche y las ganas de regalar y tener una buena fiesta de cumpleaños, abrí la sepultura con las herramientas y descubrí allí, dentro, una nevera de playa portátil de alta tecnología, que abrí sin necesidad de clave, y allí, dentro, la cabeza del señor Disney. La idea era obsequiar a mi hija y a su hámster en ese día tan especial con la visita de la cabeza de su autor favorito, pero mientras tanto, alucinado por la luz de la luna californiana y la altura de las secuoyas, con mis manos adentradas en la nevera, reparé en que como los faraones egipcios, habían congelado la cabeza junto varios enseres: gomina para el pelo, un peine de oro, una docena de Budweisers B. Dark y un ratón de goma que todavía sonaba al apretarlo. La cabeza estaba en perfecto estado, el semblante un poco frío, el bigote perfecto. Por un momento dudé si era la cabeza de Salvador Dalí. Pensé en la Revolución francesa. La cabeza de Mr. Disney guillotinado, su perolo rodando por la Plaza de la Bastilla o por Disneyland París. Pero impedí que mi imaginación volase demasiado lejos y cargué la nevera a mis grandes espaldas. Cerré de nuevo el hueco con masilla fresca. Y me dirigí a casa un poco horrorizado y un poco ilusionado. En la fiesta de cumpleaños mi hija estaba feliz. Se llamaba Ariel. Cumplía 11 años. Medía 1'60 cm. Y sus hobbies eran el petit point y ver películas de Disney en la televisión. Al presentarle la tarta y la cabeza en la misma bandeja, no supo qué pensar. No sabía si besar a la tarta o comerse la cabeza. Había invitado a los hijos de su edad de los otros enterradores y en mi cabeza creo que desearon lo mismo que ella. Las once velas las puse sobre la crisma del señor Disney. Pidió un deseo y las sopló de una. Disney siempre quiso que los niños fueran felices. Y los padres al ver a sus hijos felices también. Sonreíamos. La tarta era de naranja, limón y crema. Los niños jugaron en el jardín al balón prisionero con lo que ellos creyeron que era una calabaza con bigote. Mientras, el hámster quedó paralizado de nostalgia ante la secuencia. Se llamaba Shot, media 9 cm, y sus hobbies eran comer pipas y ver películas de Disney en televisión. La cabeza volvió al salón: despeinado, el bigote erizado y el semblante de Mona Lisa. Y altamente descongelado. Rápidamente lo devolví a la nevera y le tiré por encima una bolsa de cubitos. El hámster me miraba como diciendo: quiero ser crionizado con él. A él le gustaba ver a los ratones felices. Consideraba que la cabeza de Disney era un templo. Alguien con una creatividad y normalidad desbordante, con el que descansar. Tenía siete años. Al hámster le dio un ataque. Demasiadas emociones. Demasiados cortometrajes en su vida sobre Mickey Mouse. Ya inventaría algo para contar a mi hija. El tributo había terminado: incluí a Shot dentro de la nevera como un tesoro más. Quise ser buen padre. Pero la pajarita apretaba y los zapatos me quedaban dos tallas pequeñas. Llevé de vuelta la cabeza al cementerio aprovechando el jolgorio de los niños alrededor de una piñata en forma de Pluto. El césped cortado perfecto funcionaba como una alfombra roja. Abrí la sepultura, introduje elegantemente la nevera a su lugar eterno y antes de cerrar la cremallera de plata miré a Shot descansando al lado del ratón de goma y luego fijamente a la cabeza de Walter que me guiñó un ojo.

Tomates divinos

Siempre es bueno comparar precios. El bote de tomate de la marca O. estaba en oferta pero sin embargo lo atractivo del bote de ketchup de la marca H. que no lo estaba, atraía. ¿La Virgen, qué elegiría para elaborar una sabrosa salsa para spaguetti? En este caso, la receta sería para sus lágrimas, falsas y sin orégano. El espectáculo era fácil de realizar. Y el mecanismo para que la escultura de la Virgen llorara lágrimas de tomate no tenía nada de complicado en cuanto a ingeniería. Un par de tubitos en el interior de la escultura hasta los lagrimales y una pera que espachurrar para impulsar la salsa de sangre. La oferta de marcas y tipos de envase empezaba a ser agobiante. Se había pensado también en aprovechar sangre de algún animal. Ir al matadero de las afueras aprovechando que alguno de nosotros necesitase embutido. Pero decidí comprar una docena de botes de tomate de la marca T. Su etiqueta me llamó la atención. Contenía a pie de pegatina la frase: "tomates divinos". Oliver y yo seríamos los encargados de realizar el milagro en aquella plaza. Estábamos programados dentro del cartel de espectáculos pero todo el mundo sabía que lo nuestro sería un acto religioso y en secreto, culinario. Llegaba tarde, pero una fuerza superior me impedía salir del supermercado. Abrazaba los botes contra mi pecho como un bebé recién nacido cuando alguien gritó mi nombre desde el fondo del pasillo. Era el verdulero. Sus bigotes me indicaron que me acercara a su stand. Me recriminó muchas cosas, entre ellas que qué hacía con esos botes cuando él vendía toda clase de tomates: Raf, corazón de buey, cherry. La salsa de tomate sería más rica y más natural. Entonces le dije que me pusiera un kilo de tomate de rama y otro kilo de kumato. Cargaba las bolsas una en cada mano, como pesas. El milagro ya se estaba produciendo: mis bíceps se expandían como el universo. Camino hacia la caja, sudoroso, como si intentara llegar a las puertas del cielo, un chico disfrazado o una chica disfrazada de trituradora con ojos me ofreció una trituradora para los tomates a buen precio. Mis ojos cansados por la superiluminación del supermercado, heridos cada vez más por el rojo tomate reflectando por todas partes, parecía que quisieran explotar. Un mensaje llegó a mi móvil. Tuve que pedirle a alguien del personal de la sección de lácteos que sacara de mi bolsillo el móvil y leyera el mensaje. Era Oliver. La reponedora susurró la lectura del texto secreto: SIROPE DE FRESA, te quiero. Oliver. Pregunté a la misma empleada donde podía encontrar sirope de fresa. Al fondo a la derecha. Me dirigí allí cargado en todos los sentidos. Quería a Oliver, pero debería haber sido él quien estuviera aquí. El plan principal no giraba en torno a un postre. Después del timo y pasar la gorra aprovecharíamos la salsa para comer pasta. Teníamos albóndigas caseras en la nevera para acompañar. Haciendo malabares cacé tres tarros de sirope. Un stress a la Simone Ortega recorrió mi cuerpo vencido al llegar a la cinta donde posar todo aquel peso. Recibí otro mensaje al móvil. Era Oliver. El aviso contenía una sola palabra: REMOLACHA. - ¿Pagará en tarjeta o en efectivo? Lloré.