Tomates divinos

Siempre es bueno comparar precios. El bote de tomate de la marca O. estaba en oferta pero sin embargo lo atractivo del bote de ketchup de la marca H. que no lo estaba, atraía. ¿La Virgen, qué elegiría para elaborar una sabrosa salsa para spaguetti? En este caso, la receta sería para sus lágrimas, falsas y sin orégano. El espectáculo era fácil de realizar. Y el mecanismo para que la escultura de la Virgen llorara lágrimas de tomate no tenía nada de complicado en cuanto a ingeniería. Un par de tubitos en el interior de la escultura hasta los lagrimales y una pera que espachurrar para impulsar la salsa de sangre. La oferta de marcas y tipos de envase empezaba a ser agobiante. Se había pensado también en aprovechar sangre de algún animal. Ir al matadero de las afueras aprovechando que alguno de nosotros necesitase embutido. Pero decidí comprar una docena de botes de tomate de la marca T. Su etiqueta me llamó la atención. Contenía a pie de pegatina la frase: "tomates divinos". Oliver y yo seríamos los encargados de realizar el milagro en aquella plaza. Estábamos programados dentro del cartel de espectáculos pero todo el mundo sabía que lo nuestro sería un acto religioso y en secreto, culinario. Llegaba tarde, pero una fuerza superior me impedía salir del supermercado. Abrazaba los botes contra mi pecho como un bebé recién nacido cuando alguien gritó mi nombre desde el fondo del pasillo. Era el verdulero. Sus bigotes me indicaron que me acercara a su stand. Me recriminó muchas cosas, entre ellas que qué hacía con esos botes cuando él vendía toda clase de tomates: Raf, corazón de buey, cherry. La salsa de tomate sería más rica y más natural. Entonces le dije que me pusiera un kilo de tomate de rama y otro kilo de kumato. Cargaba las bolsas una en cada mano, como pesas. El milagro ya se estaba produciendo: mis bíceps se expandían como el universo. Camino hacia la caja, sudoroso, como si intentara llegar a las puertas del cielo, un chico disfrazado o una chica disfrazada de trituradora con ojos me ofreció una trituradora para los tomates a buen precio. Mis ojos cansados por la superiluminación del supermercado, heridos cada vez más por el rojo tomate reflectando por todas partes, parecía que quisieran explotar. Un mensaje llegó a mi móvil. Tuve que pedirle a alguien del personal de la sección de lácteos que sacara de mi bolsillo el móvil y leyera el mensaje. Era Oliver. La reponedora susurró la lectura del texto secreto: SIROPE DE FRESA, te quiero. Oliver. Pregunté a la misma empleada donde podía encontrar sirope de fresa. Al fondo a la derecha. Me dirigí allí cargado en todos los sentidos. Quería a Oliver, pero debería haber sido él quien estuviera aquí. El plan principal no giraba en torno a un postre. Después del timo y pasar la gorra aprovecharíamos la salsa para comer pasta. Teníamos albóndigas caseras en la nevera para acompañar. Haciendo malabares cacé tres tarros de sirope. Un stress a la Simone Ortega recorrió mi cuerpo vencido al llegar a la cinta donde posar todo aquel peso. Recibí otro mensaje al móvil. Era Oliver. El aviso contenía una sola palabra: REMOLACHA. - ¿Pagará en tarjeta o en efectivo? Lloré.

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