Monsieur M. no era en realidad Monsieur M. Era Juan Dando. Lo que si era cierto era que estaba enamorado secretamente del Conde C. Se conocieron durante la escritura de su microrrelato semanal. Dando escribía sobre el Conde. Fue un amor a primera tinta. Al redactar lo que sería un pequeño texto, tumbado en el sofá del barroco salón de Madame M., visualizó en su mente al bello Conde C. sentado elegantemente en el único sillón fernandino de la sala. El personaje resplandecía. Juan, disfrazado en palabras de Monsieur M., portaba un falso bigote imperial, exacto al del Conde. Sus miradas tras los monóculos se cruzaron y se fijaron. Se reconocieron, se sonrieron y se guiñaron: se pusieron rojos como dos cerezas unidas por un mismo rabo. Se mantuvieron en silencio hasta ver qué les ocurriría. Ese mutis, se prolongaría hasta la medianoche cuando tras el flechazo de ficción y gracias a muchas páginas todavía en blanco, se obligaron a sí mismos a acudir al Cabaret T. Monsieur M. quiso coincidir con el Conde C. en aquel lugar donde eran asiduos los dos. Entraron en la sala por diferentes puertas. Debido al humo acumulado de apasionadas discusiones entre el público, el Conde insistió rápidamente en salir del papel para tomar aire antes de que comenzara el espectáculo. Monsieur M. se centró entonces sobre lo que apareció sobre el escenario un segundo después: un hombre vestido de mujer, una mujer vestida de hombre, recitando uno exageradamente poemas de Safo y el otro de forma superpuesta, poemas de Calímaco. Embelesado, y tardando tanto el Conde en volver a la mesa, decidió que entrase directamente en escena, subiese a las tablas junto a los dos actores, vestido de sí mismo, añadiendo al ruido la lectura de versos de Catulo. Al acabar los tres ese ruido en el que sólo se percibían palabras sueltas e interpuestas como: inmortal, pieza, éter, jabalí, bledo, Zeus, Lesbia, invocado o Júpiter, se les lanzaron plumas, puros, sedas, frutas exóticas, figuritas de cerámica. Monsieur M. soltó algunas bolas de notas en las que había escrito lo que acababa de acontecer. Sin embargo, el Conde C. recogió con parsimonia esas notas, y en un ejercicio de papiroflexia las transformó en flores y se las puso en el pelo, retando al narrador públicamente a que tachase de la hoja principal el episodio que se acababa de producir. Se puso de nuevo rojo. El proscenio hecho añicos de objetos era la estampa, y los tres personajes en el centro el caos encantador bajo los focos. Juan D. continuó con su relato. El Conde C. lo que realmente quería era estar tranquilo y se sentó junto a él en la pequeña mesa de la segunda fila. Engarzaron sus manos y se dispusieron a disfrutar del segundo pase de aquella noche: Hugo Ball disfrazado de lo que parecía ser un obispo con gorro y alas de cartulina. La audiencia aplaudía. El Conde C. y Juan Dando ataviado de Monsieur M. se besaron. Fue como si Hugo Ball los casara.
Juan Dando
Microrrelatos
Bufón
El espejo era de plano americano. No se le veían las pantuflas de borlas. Los cascabeles de su sombrero de tres picos sonaron como chinchines tibetanos al ajustarlo a su carita de virgen. Frente al espejo se desguapaba preparado para lo mejor o lo peor. Se enfrentaba a intentar divertir al rey. El rojo en su pierna izquierda y el verde en su derecha. Mallas. Qué invento. ¿Cual sería el color de sus chistes? Los repetía como mantras frente al espejo una y otra vez y le parecían malos, cuando media hora antes le habían parecido buenos. Esa situación no extasiaba en absoluto. Su estómago estaba vacío pero le prometieron que estaría lleno si conseguía hacerle llorar de risa. Con una sola carcajada sería suficiente para pasar la prueba y darse un festín: langosta, champán, ostras. El babeo de pensarlo no le dejaba ensayar. No valían sólo oro sus ocurrencias. Y los diamantes no se podían comer. Mala digestión. Hacía calor y eso era algo muy serio. Sudaba y los pantalones le resbalaban. Pensó en incluir algunos chismes de palacio pero en realidad no eran tan interesantes. Hacerlos divertidos era un trabajo de magia de muy alto nivel. Mejor no darse más ideas para que no le partieran en dos. Las hachas de los verdugos también tenían hambre. Llamaron a la puerta y gritaron violentamente que había llegado su turno. La idea era forzar al rey a intercambiar los papeles, un clásico. Pero queriendo darle un twist. Pedir al rey que se levantara y sentarse él en el trono era algo peligroso pues ambos tenían síndrome de piernas cansadas. Las mallas apretaban cada vez más. Su cuerpo ebullía. De reojo podía ver a una de las criadas que le distraía. No sabía si lo hacía para su bien o para su mal. Su mujer y sus hijos estaban enterados de todo. Porqué le habían convocado. Era el bufón más preciado de todo el círculo de corrales cercanos. Al fondo, el resto de bufones que hacían cola para pasar la prueba sí que se rieron nada más verle desfilar por la alfombra que rendía tributo a no sé qué batalla, en la que por supuesto el rey ni se había manchado. Igual acabaría muerto pero al menos con muchos amigos. La corona, la verdad, es que le quedaba mucho mejor a él cuando se la arrebató. Su cetro le marcaba mucho más el bíceps. El rey no reía, su sonrisa estaba tensa y torcida. Se notaba que pensaba en otras cosas. Ya no era una cuestión de hacerle reír sino de captar su atención. Contó de corrida todo su repertorio sobre chistes de ciudadanos del condado vecino. Por un momento ver tanto terciopelo por metro cuadrado a su alrededor daba demasiado calor. Su cuerpo hervía. Buena la hora. La imitación de gallina hizo que al menos dejara de darle la espalda. Buenas espaldas tenía el rey. Era el rey de las gallinas en ese momento, ambos. Todo comenzó a tensarse. La campana de la catedral repicó demasiado fuerte presintiendo quizás un final funesto. Deseaba las ostras y el champán pero ante tanta presión comer rábanos todos los días no le parecía tan mala idea. Su mujer siempre le reía las gracias durante las madrugadas, pero el rey comenzaba a irritarse. Se dirigió al público y dijo él mismo: ese bufón no me hace gracia, matadle. Hubo todavía más silencio. Hasta las moscas reales se posaron para observar que pasaría. El bufón continuó: pero antes os presento al verdadero rey. Yo soy un impostor. Un mono apareció en escena. Era amigo suyo. Habían trabado amistad al liberarle furtivamente de la jaula donde lo habían abandonado. Le puso la corona y le dio el cetro. La verdad era que no le quedaban mal. El bufón tenía un huevo en la manga. El mono presentó una bandeja de plata con una docena. La corte se sintió expectante por lo que iba a ocurrir. La broma de explotarse los huevos el uno al otro era demasiado infantil. Pero el instinto del bufón desarrollado durante años por todo el tour de corrales no le fallaría. Se desnudó completamente sin ayuda del mono. El mono paciente parecía que le iba a quitar el protagonismo por su encanto natural, pero por sorpresa, tumbado el bufón sobre una mesa maciza de madera de roble, y su cuerpo ya a 70 grados por el nerviosismo, presagiaba lo que sería su salvación. El primate comenzó a romper los huevos y echarlos metódicamente sobre las extremidades del bufón: pies, rodillas, ingles, antebrazos, pecho, mejillas y frente. Los huevos comenzaron a freírse sobre su anatomía, algunos incluso con puntillitas. ¡Comenzaba todo un brunch medieval gracias a su estrés! El rey, fascinado, no tuvo más remedio que echar un poco de vinagre y pimentón sobre ellos y mojar pan. La ovación no se hizo esperar. Estaban buenos.
Encabezados: Walt Disney por Juan Dando
Tomates divinos
Ramo
Mickey Mouse
Quijote gym. DONDE SE CUENTA LA GRACIOSA MANERA QUE TUVO DON QUIJOTE EN ARMARSE FITNESS por Juan Dando.
Abejas 🐝🍯
No matarás abejas.
Las santificarás.
Mientras comes tendrás siempre su cáliz de carne preparado, se pueden juntar más de trece si quisieran, pero estas tres asaltan con su ritmo de olitas de pacífico, sobrevolando cada plato y el zumo de sandía. Ellas también tienen calor y se encuentran con el azote de manotazos suaves al aire, se las piropea, les comentamos lo necesarias que son, lo imprescindibles.
No robarás comida a las abejas.
Amarás a las abejas sobre todas las cosas.
No tomarás el nombre de la Señora Abeja Reina en vano.
Frío letón
Si me como todas estas galletas de canela en forma de muñeco o ídolo prehistórico puede que entre en calor. Porto lana merina sobre el regazo, pecho y hombros y escribo con tinta azul coagulada como sangre. Si revienta la pluma por la pasión con la que escribo la mancha incómoda se absorbería como un oasis en este mar de disfraz de oveja peruana.
¿A quién besaría debajo del muérdago?
Me besaría a mí mismo frente al espejo, como Alain Delon en aquella película dirigida por Melville. Podría hacerlo hoy pero no tengo una personalidad tan narcisista: todos lo hemos hecho. Las luces en la ciudad lucen muy kitsch salvo en la calle donde vivo que son muy sobrias y elegantes. Afuera hace frío. No me molesta estando en el interior, de mí mismo. Una clienta me dijo que nevaría uno de estos días. No la creí. Quizás nieve en la televisión. Siento algo de frío en las manos, pero no tiemblan. Hay unos guantes de boxeo sobre la silla. Podrían valer. Son guantes de cualquier modo. En el portal de Belén no aparece María Magdalena. Yo tampoco aparezco. No estaría mal. La calle es un pesebre viviente llenos de Judas. Yo no sé qué personaje representaría, supongo que el de un árbol. Una vez hice de cruz. No lo hice nada mal. Acostumbro a representar ese papel alguna vez cada cierto tiempo, aunque pienso que es un error hacerse la víctima. La nochebuena se acerca e hiela y estoy guapísimo pero nadie me ve. Me ve Pina, la gata, pero creo que lo hace en blanco y negro.
Si enciendo estas velas puede que entre en calor. Robarán el oxígeno, como plantas que no son de interior. Eso dicen.
¿A quién regalar corbatas, perfumes o videojuegos?
"Amantis" por Juan dando
Claudia quiso darle una sorpresa, y bandeja en mano, llevó el desayuno a la cama conyugal cuando descubrió al abrir la puerta que su marido se había convertido en un escarabajo. Pensó que era una excentricidad más de las suyas y mirándole fijamente a los ojillos negros y angustiados, apostilló que iría a dar una vuelta con el Ferrari hasta que se le pasara aquella animalidad transitoria.
Aún siendo
un escarabajo, Pablo hizo un esfuerzo extraliterario y balbuceó algo así como
que ya que bajaba podía preguntar en la farmacia por algún remedio para
lo que le estaba ocurriendo, pero Claudia ya estaba dentro del
ascensor, perfilando sus labios de rojo frente al espejo. Iba a tener
una cita con su amante, veinte años más joven.
Claudia decidió esperarle en la puerta del trabajo. Propusieron visitar la tienda de decoración de su amigo Pedro, y embobada en el asiento del copiloto, no pudo evitar dar vueltas a cómo combinaría una lámpara art noveau con un escarabajo.
Mientras tanto Pablo tuvo una debilidad humana muy rusa: tuvo ganas de jugar a la ruleta. Y aunque en la situación en la que se encontraba, todos los números le parecían malos, anheló vestirse y llamar a su mejor socio, que manejaba muy bien los dados. Pero una tristeza crujiente pesaba sobre él, al menos alcanzaba a ver el cielo a través de la ventana: nada superaba los cielos de Madrid, incluso para un bicho como él.
Atormentada, Claudia no dejaba de pensar en Pablo. Aun siendo un parásito le seguía pareciendo atractivo. Le tenía cariño y nunca había tenido las piernas tan delgadas. Pero ¿¿Cómo iba a embutirse en el frac para la boda de Marta que le había comprado o cómo iba a calzarse los zapatos de Ferragamo que le quedarían mil tallas grandes??
Embuída en sus pensamientos entomológicos, después de discutir con su amante ascendente a Ofiuco, y negarse a ir a comer a un restaurante mejicano, desembocó en el Manzanares. Observaba las olitas marrones en contraste con la misma atmósfera que veía Pablo en su encierro invertebrado: gris azulado. Durante el paseo, Claudia era tan atractiva que todos los chinches de debajo de los puentes querían pegarse a su cuerpo. Le pareció demasiado pedirles consejo sobre lo de su marido.
El café de la Plaza de la Cruz rebosaba humo de cigarrillos, y en esa espesura descubrió como su joven amante amante de los gatos, ocupaba una de las mesas, abatido, convertido en una mariquita, intentando atrapar una fajita de pollo con sus ocho patitas delicadas. A Claudia no le sorprendió, se estaba acostumbrando a esas transformaciones, pero entendió la repulsa de las mesas vacías a su alrededor, y se lanzó sobre él compasivamente. Se sentó y por no hablar de lo que estaba ocurriendo comenzaron a debatir sobre Mies van der Rohe.
Pidió un café y un whiskey y al segundo sorbo, Claudia empezó a convertirse en una mantis. En ese precioso instante, en su cuarto de techo alto y lámpara de lágrimas, y después de mucho esfuerzo, Pablo consiguió darse la vuelta y huyó trepando por la pared del palacete.
Armario.
Mi ropa ha cambiado tanto de armario que las camisas, la mayoría estampadas, lamentan estar en fila cada cierto tiempo, no se acostumbran, a cada cubículo nuevo dicen que se agobian al tener que despedirse de sus amigas las baldas. Los zapatos adoran cambiarse y no tener que andar, metidos en cajas o bolsas reposan, pero los pijamas y la ropa interior son muy sensibles y detestan los cambios de olor de las maderas y algo esnobs también son, ya que no soportan el diseño de muchas de las cómodas. Los pocos sombreros que tengo en mi posesión me reprochan que tendrían una vida más estable encima de un espantapájaros y que al menos así respirarían aire puro. Estarán siendo muy desagradecidas las bufandas y los foulards, acostumbro a fardar de ellas, pero exigen siempre estar encima de un galán. Los únicos que me apoyan son los pantalones, siempre tengo la misma talla, nunca me aprietan salvo a veces cuando ven a otros pantalones.
Decidí encender una vela en la Iglesia de las Calatravas porque me dije: voy a cubrir todas las posibilidades de que alguien me ayude. Además, tenía cambio en monedas, había tomado un café olé. El frío azul que hacía intensificó aún más mi deseo de plegaria. Quería prender un cirio, para agotar todas las posiblidades de auxilio, y como ya conocía su cúpula, aumentó mi deseo de contemplarla gracias a la belleza de sus frescos. Al entrar sólo había un fiel, arrodillado, y tapándose la cara con las manos, implorándose a sí mismo. La concha de agua bendita estaba seca y me bendije con lo que parecía ser un poco de café molido que había quedado entre mis dedos. El Cristo de la Cafeína. Fui directo a la sección de velas. Como consumidor sé lo que quiero, incluso en productos metafísicos. Saqué el euro del monedero de oro. Lo introduje en aquella hucha de metal, y escogí una cerilla al azar. No tenía whiskey, no tenía helado de vainilla ni nata, pero al quedarme hipnotizado con la llama no pude evitar por encima de todo anhelar una sola cosa: un café irlandés.
1 cowboy
.
Peluquería 4
Nocturnos
bajo el sombrero negro
de alas anchas.
*
Si mientes
el abono perfecto.
*
Los balcones como tableta de
chocolate
sin tocar por los niños
que guiñan desde cielo
en forma de estrellas.
*
*****
*
La noche es clara
como la firma de un padre
en la hoja de notas debajo
de un sobresaliente.
*
Las grúas son montruos
de metal que no se tumban
para dormir.
*
La sombra del león
me dio más miedo que el propio
león.
*
Los pezones de las torres
tras los edificios bajos.
*
El silencio de Sylia Plath.
El último sorbo de café
La gente que entraba en la cafetería-restaurante lo miraba con extrañeza y pensaba que estaría enfermo o que era un hombre pegado a una taza de café. Creían que simplemente le gustaba el contacto de la porcelana entre los labios. Nadie parecía tener intención en preguntarle si se encontraba bien.
La intensidad del último sorbo de K estuvo tan llena de concentración que no supo salir de esa realidad. Los dueños del restaurante, cuando se percataron al cerrar de que K continuaba allí sorbiendo, se apiadaron y le dejaron descansar. Apagaron las luces y abandonaron de puntillas su negocio mientras susurraban para sí que no siempre era buena tanta pasión en lo que uno hace.
El destino de K estaba escrito en los posos de esa taza de café.
A la mañana siguiente, los propietarios abrieron la cafetería con el placer que les proporcionaba la seguridad de hacer lo mismo cada día, pero preguntándose, esta vez, si K estaría todavía dentro.
-Claro que estará dentro. Lo dejamos encerrado. No sabemos si vivo o muerto.
Y allí se encontraba, en medio del salón, tumbado sobre dos sillas, la cabeza apoyada en una y las piernas sobre otra, manteniendo el equilibrio, aspirando el último sorbo de café como si fuese un largo suspiro. Tenía los ojos cerrados, la taza en su boca, la mano derecha en el asa.
-No duerme como un bebé.
Los señores se vieron obligados a despertarle, tenían que comenzar a servir los desayunos a la masa. Temieron que K estuviese muerto.
-Un muerto jamás podría sostener una taza de esa forma.
De repente, K abrió los ojos y se asustó al ver que todavía continuaba dentro de aquel trance. Se sintió como dentro de una cárcel, con aroma. Experimentó el peso de una soledad que sólo sufriría alguien que fuese el único al que le pasara algo por lo que nadie había pasado antes.
-Tendrás que devolvernos la taza.
K intentaba expresarles con los ojos acuosos que no le era posible.
-Si insistes en sorber, tendrás que pagarme por cada hora en la que la taza no sea devuelta, espero que lo entiendas.
K asintió.
-Puedo darte un vaso de plástico si deseas seguir sorbiendo en la calle.
K se acercó a la barra, y con la mano izquierda acercó el taburete más cercano a la puerta de la cocina y se sentó.
-¿Tienes hambre?
K se dirigió al baño. Entró en uno de los cubículos, bajó la tapa y se sentó. No conseguiría fumar un cigarrillo, una fuerza inexplicable le impedía desprenderse de la taza. Respiró por la nariz profundamente. Abrochó cada uno de los botones de su chaqueta para no resfriarse. Se miró al espejo. Pensó que sus ojos eran bonitos.
Durante un segundo olvidó que estaba sorbiendo de aquella taza. En su interior, lamentó que ese trago le resultase delicioso. Esa fragancia le envolvía y le ayudaba a mantenerse despierto.
Se marchó finalmente, decidido, de la cafetería, sin despedirse. Los señores quedaron mostrando a la vista más tazas, más platos, más cucharillas y colocándolos sobre manteles y servilletas de cuadros amarillos y blancos.
Lo observaron avanzando con pasividad, pero al cruzar el umbral, la dueña corrió tras K y le recordó a gritos que cuando consiguiera despegarse de la taza volviera para devolvérsela.
Aquella taza de hueso tenía pintada flores que combinaban con sus calcetines. Pudo leer en la base ayudándose de un espejo que era inglesa.
K andaba deprisa, intentando disimular que sorbía desde hacía ya muchas horas.
Se dirigió al banco. Quería sacar algo de dinero para pedir ayuda a algún especialista. Durante el trayecto nadie se percató de lo que le ocurría y fue un alivio. Aprovechó el teléfono del hall para llamar a su jefe e intentar explicar que no había aparecido por el despacho aquella mañana porque sentía un fuerte dolor de cabeza, pero K sólo consiguió balbucear con esfuerzo vano palabras ininteligibles. Aun así reconoció su voz.
- No sé qué dices, tranquilízate, toma un café e intenta llamar más tarde, estoy ocupado.
Después de sacar dinero del cajero y tenerlo apretado en su mano izquierda con cierto dolor, deseó tener un poco de sopa en aquella taza.
Antes de volver al restaurante para pagar su deuda, avanzó a través de un pequeñísimo jardín triangulado por árboles con la esperanza de despertar de lo que parecía ser una pesadilla. Las reflexiones de K duraron poco. Al reposar sobre el único banco, una banda de palomas se abalanzó sobre él queriendo beber de aquello que parecía tan digno de absorber, y espantado por tal violencia urbana, huyó.
Una mujer no se detuvo al verle correr sin rumbo hacia ella. K asombrado por aquel desinterés, lo tomó como un tipo de atracción fatal.
-Acabo de graduar mis gafas y te examino desde hace metros y no sueltas esa taza de tu boca, ¿por qué?
Sus ojos eran de una melancolía azul.
- Te gusta mucho ese café, ¿verdad?
K asintió.
-¿Te gustaría besarme?
K asintió.
La mujer agarró con su mano la taza. K percibió como se calentaba el sorbo. Mientras intentaba descifrar la razón por la cuál a alguien le podía resultar atractivo en esas condiciones, la mujer, molesta ante el bloqueo de K a causa de un exceso de evasión en sus elucubraciones, le dio la espalda y abandonó la escena indignada.
Camino abajo, K fue tras ella. Sin sonreír dentro de la taza, intentó expresar con el ritmo de sus pasos su desamparo. La mujer entró en una librería y desapareció entre las estanterías. K desesperado fue interceptado por el dependiente.
-No se puede entrar en el local con bebidas del exterior.
Cabizbajo, y cada vez más acostumbrado a la taza como parte de su cuerpo, caminó de vuelta e irrumpió de nuevo en la cafetería- restaurante donde había comenzado todo.
Al atravesar la puerta, se dirigió furiosamente hacia la misma mesa en la que estuvo esa mañana, empuñó un bolígrafo y le escribió a la camarera, que se acercó a él ingenuamente, un mensaje muy claro: quería que le trajesen un platito y una cucharilla para su taza.
El restaurante estaba repleto, la masa discutía hambrienta demandando rapidez.
K, absorto, se encontraba en medio de todo aquello como un tótem sagrado y desolado. La camarera voló con el menaje que K exigió. Cuando los tuvo frente a sí, posó la taza lentamente sobre el plato. Al quedar liberado, fijó su atención en un póster que anunciaba un retiro en una comunidad colombiana dedicada al cultivo de café. Acompañaba al texto una estampa paradísiaca: un bosque, un río, un colibrí, una hamaca. Los propietarios salieron despavoridos de la cocina en pantuflas hacia la mesa donde estuvo K. Con los ojos como cuencos y las bocas como fuentes, abrumados por la ausencia de K, giraron sus cabezas hacia al tumulto de trabajadores y luego estupefactos al fondo de la taza vacía.
***
EL “SÍ, QUIERO” DEL JOVEN JONATHAN HARKER por Juan Dando
A la mañana siguiente, antes del almuerzo, le pedí a mi madre que diera orden de que se me sirviese el filete poco hecho. Habíamos sacado la cubertería de plata porque nos visitaba mi tío desde Dublín a Londres. Al corte con el cuchillo, la sangre salpicó tan fuerte mi camisa blanca que tuve una erección. Fui al cuarto de baño para enjuagarla, pero el contraste entre el deseo y la repulsa me produjo un estado de consternación tan grande que, como hipnotizado y con la excusa de dar un paseo, salí corriendo hacia el matadero y, colándome, agarré una de las esponjas que vi tiradas por el suelo, recogí con ella toda la sangre que pude, la metí en uno de los bolsillos de mi chaqueta y, al llegar a casa, encerrado en mi habitación y sentado sobre el lecho de la cama, absorbí toda la sangre sin sentirme satisfecho.
Mina mandó un telegrama: “Jonathan, espero que te encuentres bien, hoy me comentaron unos vecinos que te vieron deambulando solo por el parque”.
Retomando los hechos, recuerdo que, después de pasar la velada en el cementerio, acompañé a Mina hasta su casa y la ayudé a saltar el muro del jardín. Mientras regresaba a la mía, ya entrada la madrugada, y cruzando el camino que bordea la fortificación, me heló ver que a lo lejos estaba esperándome alguien vestido con un camisón blanco. Era una nebulosa que flotaba a medio metro del suelo y avanzaba hacia mí como si me hubiese reconocido. Antes de pestañear, estaba tan cerca que pude reconocer a una mujer de unos veinte, treinta o cuarenta años. También podría haber sido un hombre muy guapo. No podía moverme, mi cuerpo estaba clavado a la tierra. Su boca destilaba un aliento como de marisco en mal estado, y se dirigió a mí en un idioma que no supe reconocer. Comenzó a olisquearme como un animal cuando bruscamente otro alguien nos separó de un golpe diabólico y, a partir de ahí, no consigo descifrar cómo llegué de vuelta a casa. De cualquier modo, no me gustaría que se produjese otro encuentro de ese tipo por lo que pudiera pasar.
A la hora del té, mi tío, sin escandalizarse demasiado, señaló que de mi yugular supuraba pus. Me costaba respirar, pero no le di importancia porque no soy consciente de quién soy ahora mismo. Estoy tumbado sobre el diván, y no son reposo estas alucinaciones. Veo cuervos que quieren sacarme los ojos. Escuché cómo mi tío y mi madre murmuraban detrás de la puerta, y por el tono parecían preocupados. Luego sentí cómo me encerraban con llave. Los paños de agua fría parecían no ser suficientes. Las uñas me crecían tan fuertes y finas que era una tortura intentar cortarlas. Están cerca. Sé que tengo que volver a verlos para luego poder veros a vosotros.
Pensaba que lo que sentía por Mina era amor, pero todo esto es más intenso. Pena que no supiera exactamente por quiénes y por qué lo sentía.
Como un lobo en una trampa, al sonar las campanas de la iglesia a media noche no pude resistirme y escapé por la ventana, volví al cementerio y, alborotado, cogí una de las ratas que se encontraban amontonadas en una de las catacumbas, la más gorda que pude, la reventé por dentro con una sola mano y la mordí. Acto seguido, y más excitado que nunca por la experiencia, embobado por la luz de la luna llena, me dirigí hacia el enorme torreón a una velocidad pasmosa, y cuando sentí el contacto de la fría piedra con mis manos, descubrí que podía trepar por ella sin mucho esfuerzo. Escalé como una mantis hasta llegar a una pequeña ventana en el tercer piso, y me introduje en el interior de una estancia vacía salvo por el suelo cubierto de arena y cuatro ataúdes.
Una neblina espesa se coló entre las grietas de la sala y, como una serpiente, envolvió todo mi cuerpo hasta que, frente a mí, se transformó.
Arropado con una túnica negra y mirándome fijamente con sus ojos amarillos, el Conde, de dos metros de altura, se acercó a mí, cortó una de sus muñecas peludas con una uña y, cubriéndome con su capa como dos enamorados, me dio de beber la sangre que brotaba. Babeábamos saliva negra.
Tres mujeres nos rodearon y, entre los cuatro, me metieron dentro de uno de los ataúdes. Sentí cómo lo sellaban con dos clavos. Escuché que susurraban algo entre risas, en una lengua que empezaba a sonarme familiar. Me despedí mentalmente de Mina, y le pedí perdón. La sangre caliente que me había dado de beber el Conde burbujeaba sobre mi pecho.
Me dejé caer en la negritud.
Cuando estuve a punto de perder el conocimiento, volvieron a abrir la tapa del ataúd y salí de él tan ligero como nunca me había sentido.
– Ahora, Jonathan – dijo el Conde- ve a buscar a Mina.
Llovía.
"Paraíso"
Nenúfares flotan en el alma cristalina
Cisnes delfines libélulas
Jardín de ideas propias
Los frutos caen
Bufones hacen picnic de nueces
Por supuesto rayas de tigres camufladas entre las lianas
Un rocío constante reflecta rayos de oro
Muros de bambú biombos
Saltos de piedra peces gordos y bigotudos
Peces voladores también
Hormigas se abren paso entre la arcilla húmeda
Las abejas chupan las flores descargan
La canción del río murmullo de ánimas
Vuelan togas por la hierba
Los ángeles pasean.
Esculturas de miel charcas de leche
Lluvia de semen de minotauros que se
balancean en columpios.
No inspiración
Nunca me pudro
Y además bailo ligero
Bloqueo de hilo de plata
Al ritmo de las tormentas
Conexión contra un nudo negro
Puro del cosmos
Vela primitiva
Tengo buen oído para el silencio
Centro retro futurista
Kilómetro 0 de arenas movedizas
Grises
Saltos y agujeros en la cima del volcán
Donde intento empujar
La piedra de la no inspiración.
(*)ohm
Quedarme KO de autocontrol (puñetazo ohm)
Quiero valorar el camino (baldosas y palabras)
Estúpido asombro por explorar mi mente como destino turístico (bandera blanca)
Quiero simplificar (maleta de huesos)
Libro envuelto en una muda envuelta en un paño atado a un palo (espada de flores)
Quiero reflejar todo (espejo y prisma reflectante)
Quiero pescar sin cebo (olas de río, algas de secano)
Escribir sin mentiras (sin las mías, sin las tuyas)
Quiero cazar mariposas de vacío (sin miedo, sin red)
*poeta
a sí mismo el poeta descubre al poeta que es
lleva dentro la libertad que no le da la sociedad
que no le da el psicólogo
que no le da dios que no le da el amor
al ritmo de su melodía
intransferible de entrañas
escribe
ciertas palabras juntas producen más efecto
que una revolución de sangre
el poeta quiere la libertad del horizonte sobre el mar
Sprint Baudelaire
estación de metro Edgar Quinet
el flequillo es una cresta punk por el viento, París en ese
día veintitrés de diciembre
mis botines de charol duelen son nuevos brillan
están duros están sucios
lamento mi sudor con la mano y el cigarrillo apoyado en la
frente observo
miro a la izquierda y a la derecha me vuelvo a lamentar sin
mapas por el frío
veo una placa en la pared de un edificio: "aquí vivió Simone
de Beauvoir"
me doy la vuelta y veo uno de los muros del cementerio de
Montparnasse
entro sin billete, el guardián no me mira yo quiero que me
mire quiero sonreír
quiero saber dónde está la sección número trece decido
pasear y de repente:
¡Baudelaire! (o
o su cadáver)
No sabía cuál cortar y sólo faltaban algunos segundos.
Se me vino a la cabeza aquella tarde en la que estaba sentado plácidamente en una hamaca en el campo y tuve que elegir entre si llamar a Laura o María para acompañarme a la presentación.
Decidir entre hacer caso al corazón o a la cabeza.
No supe si debía concentrarme en las gotas de sudor o en la boca seca.
Siempre existía la posibilidad de no hacer nada, simplemente esperar para ver qué pasaba.
Inconscientemente, el color azul me daba sensación de tranquilidad y el rojo me recordaba a sangre.
Pero en China el rojo era un color que daba buena suerte.
Increíble el ramen que comí el otro día, estaba buenísimo.
Pero el ramen es japonés.
¿Qué cable cortaría un japonés en mi situación?
Comí el ramen de la forma adecuada haciendo ruido al sorber.
Muy desagradable.
Las rodillas sentían la presión y comenzaban a temblar.
Me gustaría tener un cojín mientras tomo esta decisión.
Sí, definitivamente debería haber llevado a María a aquella presentación.
Se lo tomó muy mal y Laura no se lo hubiese tomado tanto.
A partir de ahora siempre pensaré en las consecuencias emocionales que les puedan acarrear mis decisiones a terceros.
Pero en este caso las consecuencias de mi decisión de cortar el cable rojo o azul serían sólo para mí.
Rojo cara, azul cruz.
No tenía monedas en el bolsillo, sólo billetes.
No podía de ninguna forma arrancar ese artefacto que me amenazaba, lanzarlo al vuelo, asignar un color a cada lado y ver de qué lado caía.
No tomé ninguna decisión.
No tomar ninguna decisión también era una decisión.
Maleta llena de libros
Estoy triste
Estoy triste porque estoy solo.
Estoy solo porque no me gusta la gente.
No me gusta la gente porque no me gusto a mí mismo.
No me gusto a mí mismo porque no soy capaz de responderme de dónde vengo.
Fiesta
True love
Miré el reloj, pero antes metí el pie en el hoyo y pensé en demandar al Ayuntamiento de Madrid. Me lo recomendó que lo hiciera una de las señoras que vino a socorrerme y que me pegó una torta en la cabeza por haberla asustado. Me pegó con otras tres señoras que se acercaron también a socorrerme y a pegarme. Estaba anestesiado por el dolor. Pero decidí ir a buscarla al trabajo.
El viaje en metro fueron seis paradas pero con el dolor que sentía en el tobillo parecieron doce.
Para llegar a la sede de su empresa había que recorrer un parque industrial y luego un parque con algunos árboles por crecer y bancos recién pintados y solitarios. Mientras arrastraba uno de mis pies por el suelo, podía ver a lo lejos el skyline de empresas.
Cuando llegué a la recepción, vi como la cara de la recepcionista quedó desfigurada después de darme los buenos días sin mirarme, supongo que fue al levantar su mirada y verme a mí desfigurado por el dolor. Le pedí aun así, que avisara a Laura, del departamento de compras.
Me senté en una de las sillas de una pequeña sala de espera al grito de dolor. Laura apareció a los cinco minutos, sorprendida.
Hablamos a un metro de distancia.
- ¿Podemos vernos luego?
- No lo sé.
- Esperaré fuera, sentado en un banco.
- No.
- Volveré a casa entonces.
Al mirarla, recordé la última vez que nos habíamos visto. Le di la espalda y crucé de vuelta el pasillo, luego la puerta que da a la recepción y luego la puerta que da al exterior. Deshice el camino, deshice las seis paradas de metro que fueron como veinticuatro. Llegué a por fin a mi estudio, frío, marrón, abuhardillado. Comencé a llorar nada más cruzar la puerta, abatido por el esfuerzo que acababa de hacer.
No me gusta la palabra "solo"
demasiado corta para todo lo que significa
un mar grande de silencio encerrado
en un cuerpo, un hoyo negro
profundo sin saber donde acaba como para
ser pronunciadas sólo cuatro letras. Solo
es mucho, es mucho el estado de quererse
poco
o no quererse nada a uno mismo,
solosolosolo sería mejor, un poco más larga
tendría más sentido
es más adecuada esa repetición:
como un eco de la memoria de alguien que
sí nos quiso.
Aviones sobre Lisboa
Dólar
- Estoy leyendo el Manifiesto Comunista.
Feria
Absorber el algodón de feria pomposo
de polvo de ángel rosa sabroso
derretido en la boca ociosa de papilas glotonas
y sulfurantes.
Desde que ocurrió
ROSAS AMARILLAS
No había consultado el significado de cada una de las especies de flores. Me había plantado allí habiendo leído sólo algunos poemas de "Las flores del mal". Tenía claro, eso sí, que no quería que fuesen flores de color rojo porque simbolizaban pasión, y aunque la sentía, no quería demostrarlo.
El floristero me recomendó enviar orquídeas en una pequeña maceta. Pero yo quería flores con espinas en los tallos. Quería que fuese un regalo lo más caduco posible. Quería que se cayesen los pétalos y se pudieran utilizar como marcapáginas para libros.
Ante mi brote alérgico, el floristero me entregó un enorme sobre para escribir en él la dirección a la que irían dirigidas aquellas flores que todavía no había escogido y una diminuta tarjeta para escupir una nota. Decidí utilizar la técnica de la escritura automática. Puede que ésto fuese un error, pero al menos lo que escribiese, sería verdad. Descubrí que enviaría un ramo de rosas amarillas. Fueron las únicas flores que pudieron distinguir mis ojos acuosos. El espacio que tenía para expresarme estaba limitado a un haiku de amor: Estornudé sobre ella y escribí: "Eres mi spleen ideal". Adorné la frase con una firma inventada, como símbolo de un nuevo comienzo o de un nuevo final. Sellé la fecha en números romanos.
A día de hoy la persona a la que mandé flores no ha dado señales de vida. Ni de agradecimiento ni de desagrado por aquellos capullos. Debí llamar al floristero para confirmar si el envío se hizo correctamente. Luego supe que simbolizaban amistad. Pero prefiero imaginar que ese ramo de rosas amarillas tenía como destino no llegar nunca a su destinatario.
Cinéma
busqué un cine. Sabía que había uno cerca
buscaba una sala de cine para refugiarme
como en un templo.
Vi a lo lejos el neón rojo
Corriendo hacía la cartelera
No me interesó demasiado ninguna película
Fumé un cigarrillo en la puerta
Observaba París andar rápido
Buscando un café o un centro comercial
donde refugiarme como en un templo.
Sex-shop (París)
Pido una pinta-
Me siento en la mesa al lado de la ventana que da a la calle-
Veo que el bar está en frente de un sex-shop-
Cuento las personas que pasan por delante sin entrar-
Ocho personas solas-
Más de diez repartidas en grupos-
Una persona sale del sex-shop-
Me he bebido la pinta en veinticinco minutos.
Duelo (cowboy) (15 pasos)
[Funambulista] (pasos)
Oasis
No estoy preparado para decepcionaros
de nuevo,
He ensayado la mirada perdida
de desafío
de gato
de reto
Farmacia
Stick Lévres,
Notas sobre cómo ser escritor
Nos sumamos
una suma más, una razón más por la que le amaré.
He visto al resto de mis amantes pasados en ti:
sus sonrisas, sus historias, sus silencios
me recuerdan.
Es un lío. Un montón de piedras y rosas
tiradas sobre ti, que deforman lo nuevo
para lo viejo de mí.
Yo tengo las cualidades de tus amantes pasados,
a que sí,
lo especial de las miradas ya traducidas
de las cabezas gachas o erguidas
de tus amantes
de tus amantes pasados que reconozco en mí
ahora
cuando me sonríes o dices entender
lo que quiero decir: son mentiras
mezcladas con bromas
con melancolía.
En la noche, cuerpo a cuerpo, docenas de mí y de ti.
Idea
Las cortinas anudadas
El silencio
La alfombra
La papelera desbordada
La maleta abierta en el suelo
La herida
Una nube blanca de humo de cigarrillo
Una nube blanca que atraviesa la ventana
La forma definitiva de la herida
La cura
La cicatriz
El teléfono mudo
El paraguas apoyado en la pared
La cama
Un jarrón con flores
Las piernas cruzadas
El dedo índice en la boca
La mirada furtiva en el espejo.
El rugoso sonido del lápiz sobre el papel.
Fundido a negro metalizado
Esa tarde decidí ir solo al cine.
Justo antes de que empezara la película, cuando ya habían pasado los anuncios y los tráilers y la sala estaba completamente a oscuras, alguien se sentó a mi lado. Me pregunté por qué no había elegido sentarse en algunas de las otras cientos de butacas que estaban vacías. La miré a los dos segundos. Ella me miraba y dejó de mirarme cuando yo la miré. Cuando volví a fijar mi mirada en la pantalla, sentí como ella volvía mirarme. Luego volví a mirarla aprovechando que no me miraba. Dicen que a la luz de las velas todos parecemos más atractivos, que borra todas nuestras imperfecciones. Pero confirmo que la luz de la pantalla del cine también. Decidí relajarme y no pensar más en aquella intrusión en un espacio público y concentrarme en la película, en aprovechar cada uno de los euros que había pagado por verla. En una de las escenas, ella comenzó a reírse, intentando contenerla para no molestar al resto: eso me gustó. No sé por qué motivo yo también comencé a reírme. Pero creo que notó que yo también me reía y ella dejó de hacerlo. Tenía mucha curiosidad por ese perfil que hasta ahora sólo intuía. Intuía sus piernas elegantemente cruzadas, apretadas fuertemente. Cambió varias veces la postura de sus piernas. Yo también lo hice. Durante parte del metraje conseguí evadirme por completo de aquella presencia desconocida. La película no me pareció muy buena. Nada más acabar y empezar los créditos finales, los nervios recorrieron mi cuerpo. ¿Se irá ahora mismo? o ¿verá los créditos hasta el final? Ella no se movía de la butaca, yo tampoco. La gente comenzaba a levantarse. ¿Que ella no lo hiciera significaba que estaba interesada en mí? pero, ¿estaba interesado yo en ella? Fingí poner mucha atención en la lista de temas musicales, imposibles de retener a la velocidad en la que aparecían. De repente y antes de que aparecieran los agradecimientos, se levantó bruscamente y se marchó. Me dejó solo. Pensé que no había razón para enfadarse, pues yo era el primero que podría no estar interesado en ella. Aguanté, alargando y disfrutando del tema musical principal, solo en la butaca hasta que encendieron las luces. Estaba tan a gusto, que salir de la sala era como salir de la barriga de mi madre y tener que enfrentarme al mundo. Mientras salía, me pregunté si ella estaría fuera esperándome. ¿Cabía esa posibilidad? Era agradable esa excitación que sentía ante la posibilidad de que estuviera fuera, sola, esperándome. ¿Por qué no? La pregunta era ¿yo habría hecho lo mismo? Cuando abrí la pesada puerta de la entrada principal del cine, allí estaba, apoyada en la pared fumando un cigarrillo. Fumaba con los guantes de lana puestos. Me quedé quieto en la puerta porque realmente no esperaba encontrármela. Ella me miró fijamente, y tras las dos últimas caladas a su cigarrillo, lo tiró al suelo, lo pisó y se marchó pausadamente, como si tuviera demasiado tiempo y le sobrara y eso no le gustara. La seguí a unos metros de distancia. Era difícil mantener el ritmo para no alcanzarla. Cruzamos la esquina y andamos separados por la avenida. Yo esperaba una señal, me repetía con fuerza: date la vuelta, date la vuelta. Supe que quería que la siguiera porque finalmente se giró. Yo tuve que pararme. Una masa de gente venía hacia mí. Ella continuó andando, paseando. Entró en un restaurante. Empecé a andar más deprisa, y cuando entré, ella ya estaba sentada en una de las mesas para dos. Yo me senté en frente en otra mesa para dos, con una mesa para dos vacía entre los dos. Ella pidió una copa de vino blanco. Por acompañarla tomé yo también una. Mientras comíamos nos mirábamos. Mientras masticábamos sonreíamos. Fue una velada muy agradable. El servicio fue rápido, amable, estupendo. No sabía si pedir un café, me moría de ganas, pero tenía miedo de demorar más la cena y que ella se marchara sin pedir postre. Ella pidió un trozo de tarta. Pagamos las cuentas, firmamos los recibos bancarios y dejamos las propinas. Esta vez quise salir yo primero del restaurante para confirmar si ella estaba dispuesta a seguirme a mí. Mientras cruzaba la pesada puerta del restaurante sentí miedo de que ella estuviera saliendo también, pero por la puerta trasera. La brisa helada me golpeó en la cara. Saqué del bolsillo del abrigo un gorro de lana y mientras me lo ponía tuve miedo de que no me reconociera. Comencé a andar por la avenida. Veía no muy lejos la plaza. Me di la vuelta: me seguía. Hacía tanto frío que por instinto entré en un bar en el que no había entrado antes. Pensé que quizás a ella no le apetecería estar sola en un bar, pero lo hizo. Mientras yo me acomodaba en la barra y pedía una cerveza, ella comenzó a bailar en la pista, deshaciéndose de sus complementos y dejándolos sobre uno de los sofás, balbuceando la canción que sonaba. Todo estaba muy oscuro. Supuse que de nuevo tenía una sonrisa en la cara. Yo también conocía la canción, siempre me había parecido una canción estúpida pero resultó que me la sabía de memoria. No estaba dispuesto a beber más. A ella le pareció que no era necesario alargar más la noche y comenzó a volver a ponerse todos los complementos, mirándome de reojo con sus ojos verdes, marrones o azules. Salimos juntos del bar. Subimos juntos las escaleras que llevaban a la calle sin decirnos nada. No era necesario, al menos por ahora. Empujamos a la vez la pesada puerta de salida del bar y nos encontramos en la calle. Sus ojos eran verdes. Nos besamos.