No tengo ningún disfraz para Halloween porque el disfraz soy yo.

No tengo ningún disfraz para Halloween porque el disfraz soy yo. ¿Quién dice que no soy un vampiro vestido simplemente con mi batín y un pañuelo al cuello. No soy un hombre lobo porque soy más bien lampiño pero quién dice que los tornillos que hay desperdigados por el suelo de mi estudio no son retales de metal que demuestran que soy Frankenstein y no que haya cambiado una estantería por una nueva de Ikea y hayan sobrado piezas. Para volver a casa no cojo precisamente el tren de la bruja pero quién dice que cuando llego puntualmente a las citas es porque vuelo montado sobre la aspiradora más potente del mercado. O que sea siempre casualidad que coma puré de calabaza. O que cuando digo que he dado un mal paso al pasear al perro e ir cada vez más vendado no sea porque realmente soy una momia del Antiguo Egipto. ¿Por qué mis favoritas son las películas de Freddy Krueger? Pues porque Freddy Krueger soy yo y no necesito disfraz para Halloween. Un consejo que os doy es que no vayáis conmigo nunca al restaurante de mis amigos en la Latina a comer carne mechada porque en realidad somos zombis. Ni al circo, porque soy íntimo de los payasos más rebeldes. No me deis nada para picotear ni siquiera un bol de cereales porque después de las doce, yo y mis vecinos de la décima planta nos transformaremos en Gremlins. Las muñecas de porcelana que tengo colgadas sobre el armario son mi beauty squad y cuando doy migas a los pájaros cerca del estanque no saben lo que les espera porque soy un espantapájaros.

"Dando Australia"

Una tarde de verano en Cáceres, en una cafetería-librería, un chico mucho más alto y mucho más rubio que yo (no es difícil) se me acercó y me dijo que si podía decirme una cosa. Claro. Le dije. Me dijo: estudio en la escuela de interpretación y en una de las asignaturas, un profesor nos propuso escribir una historia. A mí también me gusta escribir. Le dije. Con los ojos haciéndome chiribitas. Pero enseguida se me achinaron de extrañeza. Dijo que para inventar el relato, al cruzarse conmigo por la calle, decidió perseguirme, imaginando, mientras, que iba a encontrarme con mi novio, un chico australiano mucho más alto y más rubio que yo. Me sentí halagado por ser un personaje de ficción, pero no me gustó aquello de la persecución con motivos literarios. En aquel verano, visitaba mucho a mi hermana. Los paseos siempre eran los mismos, y las antípodas quedaban siempre muy lejos. Alguien nos interrumpió en aquel momento, creo recordar que fue el poeta que presentaba su libro aquella tarde. Y no recuperé la conversación ante tal alboroto para saber cuál era el final del relato y qué nota le puso el profesor. Pero yo escribiré el final. El creador de aquel escrito, fue descubierto por su personaje principal de autoficción. Yo. Ciertamente había quedado con mi novio australiano que vino a visitarme unos días a Extremadura y le pregunté a aquella sombra de letras si prefería que mi novio se le enfrentase o unirse a nosotros a la merienda. Decidió lo primero. Y pude observar, como en plena Plaza de los Profesores, este estudiante innovador y su propio personaje australiano producto de su imaginación, se peleaban a sangre por mí, mientras yo me limaba las uñas, sentado en un banco, esperando a saber quién ganaba, si el yo muso o el yo escritor.

"Barbacoa" 🧛🧛‍♂️😎

Al día siguiente fui al supermercado con Lestat. Habíamos discutido porque siempre se queda con las mejores porciones de gatos y ratas en las meriendas. Yo lo amo y fue el quien me convirtió y me obligó a vivir todo este embolado eterno, pero no voy a permitir ninguna desigualdad en el equipo que formamos. Con el dinero que conseguimos vendiendo todo el oro, compramos toda la carne cruda que pudimos cargar. Para nosotros asistir a aquella barbacoa era diferente de lo que suponía para el resto, ellos eran la comida. Nos habían dado un chivatazo de que en la azotea de aquel edificio de veinte plantas se reuniría una veintena de personas para freír salchichas, todos en ropa de baño y aderezados con una piscina espectacular. Llegamos trepando y nos pusimos las gafas de sol. Estábamos muy blancos, tan transparentes que ni se percataron de nuestra llegada. Yo me senté en una tumbona y me arropé con una toalla de Hello Kitty que sustraje pseudo violentamente a una niña. El sol me estaba matando. Pero las vacaciones a Bulgaria se habían retrasado. Observaba a Lestat ligando con todas las chicas y con todos los chicos. Simulaba ser un conde del Ártico. Serían presas fáciles porque se lo creyeron. No paraba de animar a la gente para jugar a hacerse amigos de sangre. Consistía en rajarse las yemas de los dedos y juntarlas. Sólo accedió el anfitrión de la fiesta, un chico musculado al que entre brumas yo lo percibía como un pollo al que preparar al chilindrón. Se retiraron a la cocina con la excusa de preparar unos cócteles. Y no tardaron mucho en salir hechos amigos de sangre. Los asistentes a la fiesta pensaron que al chico le habían picado unas avispas o una araña. Y Lestat con mejor color comenzó a ligar de nuevo con todos los chicos y chicas diciendo que era conde en el Vaticano. Todo el mundo asistió al anfitrión, blanco en plena transición pensando que le habían sentado mal los mojitos.

"Naranja sanguina" 🧛🧛‍♂️

Compré una sola naranja para el postre. Ni siquiera la envolví en una bolsa de plástico, y al pesarla, pegué la pegatina sobre la cáscara. Me parecía bella o bonita. Al abrirla para el postre, descubrí que los gajos eran rosa fuerte, no naranjas. Los colmillos crecieron, haciendo que mis labios superiores fueran más prominentes. Los ojos se me pusieron rojos, ávidos de sangre con vitamina C. Ante la vergüenza conmigo mismo, le eché azúcar para omitir levemente el sabor amargo de su sabor. Las gotas rojas cayeron sobre mis chorreras dibujando topos o lunares. Podría disimular ante mis compañeras de trabajo. Tuve un flash back a una vida pasada, a una sobremesa con Lestat. Yo escribía poemas malos en la libreta mientras él se ponía perdido chupando naranjas sanguinas como animalitos. Placebos. Y la cuenta en el restaurante aumentaría con el postre. Daba igual. Teníamos anillos y monedas de oro rescatadas de un naufragio. Ensangrentado falsamente me preguntó: ¿Cuál es tu fruta favorita? Dije que los melocotones y las fresas. A la mañana siguiente, después de dormitar en el pantano, fuimos a visitar al frutero. Llevábamos una semana conteniendo nuestro deseo. Pedí un litro de gazpacho envasado. Mintiendo al dependiente le llevó al almacén. Simulé mientras tanto, tratar de adivinar si las sandías serían buenas. No tardó mucho en aparecer satisfecho, de buen color. Me dijo que en esa frutería no tenían naranjas sanguinas, que deberíamos irnos inmediatamente. Al llegar al puente, le comenté que me apetecía transformar el gazpacho en un Bloody Mary. Seguro, entre sueños, decidió que al día siguiente, iríamos a la licorería, regentada por el primo de aquel frutero. Lo amé, al menos apoyaba al pequeño comercio.

Chándal (oveja negra)

"Chándal" (oveja negra) Siempre me ha gustado la moda y siempre me gustará. Unos dicen que es un arte, otros que expresamos a los demás a través de cómo nos vestimos cómo somos, otros que es importante simplemente porque es funcional y nos protege el cuerpo, y otros aunque pasen de ella y vistan en contra de las tendencias, la utilizan para manifestar que están en contra. La tercera vez que fui consciente de que me divertía fue cuando de preadolescente me encajaba las doctor Martins en mi informe de BoyScout, la segunda cuando impuse que si no tenía unos zapatitos de charol negros con cordones no hacía la Comunión y la primera cuando con 6 años tuve mi primer chándal, o al menos recuerdo que fue el primer chándal que adoré y que ahora recuerdo. Era azul cobalto y en la parte del pecho estaba estampada una secuencia de ovejas blancas y una negra. Me encantaba. Me sentía diferente, cómodo y elegante. Supongo que creía que de aquel grupo, yo era la oveja negra. Cuando íbamos al campo, me visualizo corriendo solo, subiéndome a las peñas, disfrutando del silencio o simplemente del ruido de la fricción del pantalón de chándal contra las plantas, evitando las orugas. Para mí esas carrerillas eran excitantes e importantes y me sentía por primera vez libre. Luego volvía a la barbacoa, exhausto y asalvajado, sin que ningún miembro de mi familia supiera el trance existencialista que acaba de vivir. Yo simplemente agarraba mi bocadillo de panceta y lo devoraba. Siempre me ha gustado la moda, y también escribir y pintar desde pequeño. Nunca olvidaré también otro de mis grandes momentos de estilismo: cuando vinieron a grabar el programa de los Gallifantes a mi cole y me escogieron y tuve que describir que era para mí "un abuelo", "un avión" y "un helado" ataviado con mi segundo look favorito: una sudadera con todos los personajes de Peanuts, en el que yo por supuesto, era Snoopy.

¿Qué fue primero el huevo o Juan Dando?

Han cancelado la celebración de conciertos en el Bernabéu. Probablemente afecte a mi creatividad a la hora de escribir microrrelatos. Muchos encuentran la inspiración en la naturaleza, el amor o el paso del tiempo. Pero siendo vecino del barrio y haberme visto envuelto en los ambientes postconcierto, ando un poco nervioso. Me he transformado ya en Taylor Swift, Luis Miguel y Manuel Carrasco, entre otros. Quizás debería transformarme ahora para escribir simplemente en Courtois, Carvajal o Brahim. A pesar de ser del Atleti. O estaré condenado en transformarme en mí mismo. Reflexionando sobre ésto, fui al baño a enjabonarme la cara con Avène Gel Nettoyant. Me vi como un huevo frito en el reflejo. La nariz como yema. La espuma como clara. Me entraron ganas de echarme unas gotas de vinagre y un poco de pimentón de La Vera. Y de pringar pan sobre mi rostro. Sólo tenía de molde. Las patillas ejercían de bacon y las cejas de puntillitas. Si ya no había artistas invitados cerca de mí, supuse que transformándome en un huevo frito podría matar mi hambre de escribir. La parte del huevo en mi corazón estaba revuelto. Y los ojos duros. Y la mente Benedictina. Mi estudio olía a corral. Y la cafetera parecía controlarme como un gallo. Había quedado a la noche siguiente para ir al cine, y mi dresscode en ese momento era de brunch. Calcio, hierro, potasio, zinc, manganeso, vitamina E y folato los incluiría entre los once del Real Madrid. La tensión arterial mejoraba a cada frote de mis mejillas. Deseé estar escalfado en una tumbona o poniéndome guapo Fabergé para ir a la ópera. Pero llegaba el otoño, así que me tumbé en la cama, cansado y satisfecho después de una jornada laboral intensa y me convertí en una esponjosa tortilla. Soñé con patatas.

Poso

Ante la pregunta a sí mismo, utilizó el poso que quedó en el fondo de la taza como bola de cristal. Los restos de azúcar sobre aquella luna marrón de café cuarto menguante eran como estrellas luminosas. Esto era un signo de esperanza y a la vez de visita al dentista. Antes de nada, aquella forma, le pareció bonita. Pensó que significaba que tenía buena genética y que la tendría en el futuro. El café sobrante estaba realmente adherido a la vajilla, sería consecuente con todo lo que hiciese, casi quedaba un pequeño sorbo, todavía quedaba algo que decir. Claros oscuros, como diluidos en témpera. Visualizó un inevitable futuro artístico. La gama de marrones era mayor que la del arcoiris, al menos más de siete amantes. Al mover la taza, se deslizaron algunas gotas, serían algunas lágrimas, seguramente de alegría. Al estabilizar el poso, pareció crearse una especie de entramado líquido de ramajes de árboles al alba destilando rocío: momentos de paz en la naturaleza. La mañana avanzaba y el croissant le miraba de reojo. Un emoticono de cara sonriente se dibujó en el poso: próximos buenos amigos digitales. Simuló tirarle un beso: el café sería fuente de amor y de inspiración creativa.

Telequinesia

No tengo un perrito para enseñarle a traerme las pantuflas al llegar a casa cuando me descalzo sofocadamente en el sillón. Por eso concentré mi mente al máximo en mi posible deseo y las zapatillas de estar por casa de estampado escocés se arrastraron al principio a trompicones y luego precipitadamente hacia mí. Tampoco me sorprendió tanto, y por tanto, aproveché para pensar de nuevo en traer sin moverme y como si fuera un militar en pruebas, la botella de agua fresca hasta mis pies. Ese día estaba en racha, pero no me veía con la suficiente energía para preparar sólo con mi mente y sin levantarme del sillón, una Cocacola con hielo y limón. Vi apoyado en la mesa el periódico del día y me acordé que tenía que recortar algunas palabras para un collage. Cerré los ojos como chinescos y las tijeras volaron como golondrina hacia mi regazo y el periódico aterrizó a mi vera como un zepelín. Estaba claro, que era el Mary Poppins del barrio. El mechero encendió independientemente uno de los cigarrillos y llegó a mi boca. Los cajones se abrían y se cerraban preparando la ropa para el día siguiente. Simplemente con visualizar cómo se destendía la ropa interior del tendedero, saltaron por los aires las pinzas. Me vine arriba e imaginé, ya más relajado en mi asiento de orejas, que aquella cafetera que utilizo como modelo, fuese en realidad la lámpara del genio. Y que podría pedirle tres deseos. Quizás no fuese el Aladdín del barrio. Llamaron a mi puerta, tuve que levantarme. Era el vecino. Juraría que no había deseado que apareciera, al menos telepáticamente. Me pidió que si podía mostrarle algunos dibujos de cafeteras, y que qué precio tenían. Fruncí una de las cejas fuertemente barruntando mientras le invitaba a entrar, que quizás le habría pedido a aquella moka, que permanecía muda y casi sonriente, tres cosas: amor, arte y dinero.
El sudor son lágrimas De tristeza cuando estás solo De alegría cuando estás con alguien Cuerpo a cuerpo el sol no importa Porque el eclipse de la carne Enfría después de la ducha Los termómetros ardientes Un oasis de besos Un desierto de arena de caricias Las extremidades de dunas Los ojos de lunas llenas Que iluminan de blanco El reposo rojo Igualar los grados de los labios Ser el helado derretido del otro Ser tu medio abanico Tu medio ventilador Tu medio botijo El sudor es lluvia En el mes de agosto El olor a hierba mojada, tu aliento Una tormenta ha pasado Los rayos no nos alcanzaron Han sido abatidos por las yemas de nuestros dedos tocándonos

"Invocación Cheetos Pandilla Drakis"

Nunca he visto un fantasma. Y no sé si me gustaría, hay muchos humanos que lo parecen, es como si estuviera hecho. Una noche de luna llena, bronceándome lánguido en mi cama, noté como mi estómago había metabolizado los torreznos de la cena con amigos. Las cortinas azul turquesa bailaban fantasmalmente por la brisa y mi ombligo bajo la luz blanca era más marmóreo ¿Qué comes cuando te entra hambre a las 3:33? Intuía que los espejos de la casa querían decirme algo. Los sonidos que producía mi estómago se comunicaban conmigo por morse (— · — · / — — · — / — ·) Me asusté cuando algo crujió en la despensa. Prendí la vela y me incorporé para hacer un propio House Tour lúgubre y culinario. Fui al baño y el reflejo de su espejo pareció que me dijo: patatas. Intenté descifrar el mensaje adecuadamente. En el congelador había una bolsa de patatas gajo, pero no tenía aceite. Al abrir el congelador la temperatura bajó drásticamente. Y los botes de salsas comenzaron a vibrar de la nada. Estaba seguro de que no fue por el impulso pasional de electrodoméstico conocido. La despensa era como entrar en el castillo del conde Drácula. El perrito del vecino aullaba. La puerta de madera de la despensa crujía como portón antiquísimo. Guisantes, latas marítimas, botes de cristal de arroz y pasta. Mi cara se deformaba sobre sus reflejos. Descubrí como si encontrase un sarcófago una bolsa de Cheetos Pandilla Drakis. Al abrirla, el aire que contenía silbó al espacio espectralmente. Me metí en la boca primero un fantasma, luego un murciélago. Los ojos se me pusieron en blanco. Parecía que levitaba y me daba la impresión de que mi cabeza giraba sobre sí misma para volver a mirar hacia la luna. La textura crujiente y el sabor intenso a queso de los espíritus de Matutano que salían de aquella bolsa despertaban a los espíritus de los vecinos de las catorce plantas dándoles hambre. No fue necesario llamar a ningún exorcista ni a ningún kiosquero. Me comí toda la bolsa de una estacada y caí rendido como si lo hiciera sobre una tabla de madera de un barco hundido, acompañado de tiburones que degustaban ositos Haribo.

"Yo, Claudio Ancelotti"

Ayer un buen amigo me invitó a su casa para ver el partido del Mallorca - Real Madrid. Me llevé en la bolsa de pan un par de libros de poesía de Catulo por si acaso. Pero me enganché al partido rápidamente. Aquella televisión de pantalla gigantesca me hipnotizó como Medusa. Y volvieron a mi ser todos los conocimientos sobre fútbol que había acumulado durante toda la vida. Tuve que morderme la lengua para no comentar sobre todo lo que se me venía a la cabeza. Pero tampoco concibo ver un partido de fútbol en silencio como si vieras una película de Bergman. Con una porción de pizza hawaiana en una mano y en la otra una copa de Protos pensaba: corred para mí. Como si yo fuera un emperador romano en el circo. Vinicius me fascinó como el mejor gladiador. Aposté con mi amigo el resultado, amarrada mis manos a todos los amuletos que había comprado en Emérita Augusta rezaba a Zeus para que yo ganase. Los comentaristas no incomodaban tanto como imaginaba. Ancelotti no paraba de mascar chicle y saqué de mi bolsillo mi roller boomer. Yo hubiera preferido como central del Madrid a Apolo, a Mercurio como defensa y a Ares como portero. Y como árbitro a Poseidón. Comencé a ver la pelota como una piedra del siglo I. A mi amigo le estaban saliendo debido al empate del Mallorca, cuernos de fauno, y a mí viendo que ganaba, una tiara de oro. Las palomitas me sabían a alcaparras. Y en el banquillo veía sólo leones suplentes. El ventilador hacía ondear mi toga y temí que la Fanta de naranja que me ofreció mi amigo tuviera una intención de envenenamiento. Después de los noventa minutos antes de Cristo, yo me acerqué mucho más al resultado final que mi amigo. De la tensión estaba muy sudado y deseé tener unas termas cerca. Pero de vuelta a casa pillé un taxi como si fuera encima de Pegaso y reposé la cena en mi lectus triclinaris habiendo dejado a mi amigo en su casa rabiando de frustración ya que era del Madrid, sin sentir su cuerpo, como si fuera un busto de mármol, y luego como me dijo por WhatsApp, petrificado en la cama como una escultura de ceniza de Pompeya.

"Tramitación arcoiris"

Cuando entré brillante por la puerta gris del oscuro despacho vestido con una camiseta amarillo fluorescente, la funcionaria mayor de gafas terracota que llevaba toda una vida sentada en aquella silla mullida, raída y marrón, no pudo más que abrir sus ojos como huevos fritos de puntillas ocres y quedarse muda plomo ante mi elección cromática: ella iba vestida de negro desde 1980 y no por viudez. Era verano salvo en aquel despacho en el que parecía que siempre fue otoño corinto. Las cortinas eran granates, la alfombra ceniza y yo estaba más que bronceado. No entendía por qué no podía saltarme el protocolo del azul marino y el blanco para un simple trámite estival. Su aura era verde botella y la mía verde gusanito. Yo no hacía daño a nadie, salvo a alguna retina sensible, yo no quería deslumbrar a la gente, al menos no por aquella razón. Me entregó los folios marmóreos para firmar y me pasó su boli negro para hacerlo, no fuera a intentar firmar con uno de aquellos bolígrafos de cuando éramos pequeños que contenían todos los colores. Al terminar de hacer mis autógrafos de tinta lúgubre pero de sombras anaranjadas, paralizado ante el examen multicolor de aquella funcionaria del Estado, tardé una eternidad en decidir en qué momento levantarme con el miedo a que mientras me marchase, reparara en que mis pantalones eran de color rosa fucsia, mi foulard, verde lima y mis zapatos, rojos carmesí.

"De Pi de Givenchy a Nenuco"

No sé nada de perfumes. ¿Pero a quién no le gusta aprender? Hoy una de mis compañeras de trabajo (la más joven, podría ser su hermano mayor) ha comenzado a hablarme de conceptos como "perfumes nicho", "bergamota" o "notas de corazón"). Entre otros traumas (todos tenemos, los tendremos, mayores o menores, es la vida) está en mi experiencia en unos despachos de Relaciones Internacionales, no voy a decir de dónde, pero fue en el Rectorado de la Universidad de Oporto. Yo era el becario excéntrico y sabía enfrentarme contra todos los clichés que se arrastran sobre los españoles (ellas no sabían que a mí no me afectaban pues estoy aportuguesao, afrancesao y amariconao) sobre que los españoles nos perfumábamos demasiado. Mala pata que mi compañero de piso trabajaba en una tienda de marcas de lujo de moda y me pasaba un montón de muestras de perfumes "de nicho" y cada día experimentaba con uno. Pero un día, al llegar a la oficina, después de oler mi pulso a un perfume Viktor & Rolf fue un cisma. Por lo visto mis compañeras de despacho horripilaban la mezcla de miel con no sé qué. Nada más sentarme en la silla movible en la que sólo me apetecía dar vueltas sobre mí mismo tras picar datos, comenzaron a tener como una especie de ataque alérgico. Salieron del despacho tosiendo, como si estuvieran a punto de ahogarse y yo fuera el tuberculoso que mejor olía o el que peor. Fue el principio y mi final con los perfumes, de forma injusta. Yo sólo era un oficinista alquimista de rebote. Si tengo una cena, incluso después de darme una ducha y mi plan es hacer collages, me perfumo. Ya tengo miedo al Druni o al Primor. No me perfumo nunca no vaya a ser que me rechacen. Eso de oler a "limpio" es un mínimo que me atormenta. Todo el mundo regala perfumes en navidad. ¿Cuál es vuestro "perfume firma"? Tengo claro que el de mi cuñado es Acqua di Giò. El mío es Pi de Givenchy: notas de salida: romero, mandarina, estragón y albahaca. Notas de corazón: neroli, geranio, lirio de los valles y anís. Notas de fondo: haba tonka, almendra, benjuí, vainilla, y cedro. Pero de reojo cada mañana me mira el agua de colonia Nenuco para no ofender a nadie.

"El chicle infinito"

Decidí comprar para rememorar un poco mi infancia: feliz, distraída, revolucionada, y a lo magdalena de Proust, un chicle boomer de fresa ácida (ya no se fabrican) pero el kiosquero (los kiosqueros ya no existen) me ofreció un chicle boomer Maxiroll de casi dos metros de chicle enrollado. A todos nos gusta arriesgar probando nuevos bares o restaurantes, ¿Por qué no también con los chicles? Di el sí quiero y me dirigí a coger el metro. Me senté, abrí la cajetilla redonda y mordí el extremo del chicle enrollado como un churro en la sartén. Y hasta ahora que lo escribo, estoy mascando. No he podido separar mi boca de ese chicle infinito. No pensé que me mintiera el kiosquero. Era él quien medía dos metros, el chicle mucho más, no se acaba nunca. Saliendo de la boca del metro parecía una serpiente, camino a casa parecía estar atado por un camino de chicle al trabajo. Tuve que ducharme mezclando los aromas a vainilla del gel con el del chicle. Utilicé la retahíla de chicle como foulard (soy un estilista frustrado). No quise ser tremendista y me fui a la cama envuelto en chicle como una momia rosa. Soñé que un superhéroe superpetado en su uniforme espacial superazul me relataba con voz dulce el mito de Sísifo. Desperté con la esperanza de haber acabado el roll. Pero tuve que mojar el chicle en el café y preparar la mochila utilizándolo como asa para disimular. Me dolían las mandíbulas. Un niño, al hacer un pompa gigante pidió a sus padres que me echaran una moneda. Y ahí me quedé. Un cazatalentos me contrató para su circo de freaks. Lunes, miércoles y viernes. Es un dinero extra y puedo comprar todas las nubes, todos los flashes y todos los gusanitos que quiera. La verdad es que tengo mucho más éxito con esta nueva virtud que con mis collages de cafeteras moka. Yo solo quería rememorar mi infancia. Y como todo el mundo dice, la infancia siempre estará ahí y no te abandona nunca.

Juan Perro

A los 10 años era salsero, a los 14 grunge, popero a los 20, indie a los 30 y puede que después de los próximos conciertos de Karol G en el Bernabéu, sea reguetonero a los 40. Tengo un poco de miedo. Y más ahora que la RAE ha aceptado en su diccionario la palabra "perreo". A los 10 años era un perrito pachón, a los 14 un perro callejero, a los 20, Tristón el perrito de peluche que abandonaban, a los 30 un galgo extremeño y puede que después de los conciertos de Karol G me convierta en una perra, a secas. Veremos. Siempre pensé que la tendencia me convertiría en un gato negro. Misterioso, elegante y que como mucho mientras se lame la pancita estira una de las patas como si hiciera ballet. El destino lo tendrá difícil conmigo: aplico el adjetivo "rico" exclusivamente a la comida y defiendo sólo los primeros discos de Shakira. No tengo ropa adecuada. Tengo cadena y anillos de oro pero pesan poquísimo. No sabría a quién llamar papi, mami o bebé. Otra cosa no, pero los roles familiares los tengo clarísimos. No creo que después de los conciertos de Karol G, a la mañana siguiente, cambie mi melena de monje medieval por unos rasurados, o al tomar el primer café de la mañana, repare en que tengo la piñata llena de grillz: mi dentista no me lo perdonaría después de tanto trabajo. No me imagino agradeciendo a las clientas su compra con autotune. Los días 20, 21, 22 y 23 de julio serán los conciertos de Karol G en el Bernabéu. Agradecería que el día 24 me escribieseis por DM para preguntarme qué tal me encuentro. No prometo nada, eso sí, puede que esté de "pary". 🐕

¿Se puede ser artista y estar bueno?

Yo de joven era más o menos guapo, como todos. No sé: mono. Como el animal. Mi madre siempre me dijo que mi hermano Raúl era más guapo pero que yo tenía más estilo. La cuestión es que siempre desde pequeño me gustaba escribir y dibujar. La pregunta es ¿El arte afea? Hay excepciones, como la de la ilustradora @anasuarezillustrator. Escribo mis micros en el metro, de pie, en tensión. Hago collage, desnudo, a cuatro patas, sobre el suelo. Me está saliendo chepa, pero una chepa de colores. No importa. La belleza es fascinante, pero prefiero atrofiarme. Es mi culpa. Podría dibujar o escribir con la espalda recta o reposada en una silla de Mies Van Der Rohe. No puedo. Soy un simio. Me interesa más qué piensa Darwin sobre mí que Freud. Tengo 40 años. Menuda edad. Ya sé que las cifras se tienen que escribir en letras y no en números. Estoy perdiendo mi melena. Lo es todo para mí. Pero ayer me compraron dos cafeteras. Una cosa por la otra. Una cana por cada rayón de lápiz. Decidme un artista guapo. Se me ocurre algún poeta, Ted Hughes, pero fue un hijo de p*** con Sylvia Plath ¿Se puede ser artista y estar bueno? Me imagino hacer pesas con Guerra y Paz o con La Broma Infinita. Mostrar los bíceps y los endecasílabos. Si puedo mostrar cómo encuadro, cómo mezclo los colores, me hace más feliz. Mis filtros son las manchas en las manos, los acentos olvidados.

Careta

Al despertar me dolía la cabeza. Una ducha escocesa, mitad caliente, mitad fría, me calmaría. Froté con extraña decisión detrás de mis orejas como si me estuvieran creciendo gomas. Decidí que ese día sería uno de ellos en los que utilizaría ese gel exfoliante sobre mi cara. Eau Thermale Avène Cleanance 400 ml.Tanta melena incomodaba. Mis pómulos resaltaban como piedras, los labios como peces, los párpados como huevos cocidos. El mentón como quijada de pony, la nariz como de goma de payaso, las cejas como orugas. La frente como un desierto, las sienes como oasis y las patillas como carreteras sin salida. En la cara está todo: las ventanas del alma. Ciego momentáneo de espuma: las orejas como sarcófagos, la barbilla como acantilado y entre ceja y ceja, un tercer ojo. Las pestañas goteaban como tejados al alba, las entradas: de cine. Los orificios nasales, cuevas, la lengua, serpiente, y los dientes, murallas. Salí de la ducha como nuevo. Sequé mi cara, y la toalla era una sábana santa, y al mirarme frente al espejo, vi reflejada una careta nueva, refrescante, sin poros negros, de pensamientos blancos, dispuesto a ceñir el entrecejo, dispuesto a volver a quitarme esa careta a la mañana siguiente tras pasar otras 24 horas en Madrid.
Aquella mañana, mientras se dirigía al trabajo, vio en un escaparate, un abrigo de pelo corto y fino, mitad marrón canela mitad blanco marfil. Ese amor a primera vista hizo que entrara y lo comprara sin ni siquiera mirar el precio. Durante toda la jornada laboral, tuvo un fuerte antojo de comer pipas. Sabía que en el hall de entrada a la oficina, había un terrario con girasoles, y decidida, dejó sus cascos y se acercó a olisquear por si hubiera alguna pipa que pudiera degustar. Salió por la puerta giratoria con el abrigo puesto. Compró en el kiosko al menos doce bolsas de Piponazo. Paseó hacia su casa andando haciendo eses, asustada por los gatos que asomados por las ventanas, le maullaban. Le picaba el labio superior, le extrañó, pues se había hecho "el bigote" la semana pasada. Al mirarse en el espejo del ascensor, y hacerse un reflectograma con su nuevo abrigo de pelo para redes sociales, se percató de que sus ojos azules estaban desfasadamente dilatados, hasta ser enteramente negros. Su novio le recibió con una sorpresa. Le había envuelto con un enorme lazo rojo una cinta de gimnasio para correr. La semana había sido dura, tuvo el impulso de saltar sobre ella para desfogar. El suelo del cuarto de baño estaba lleno de serrín. En la cocina las botellas de agua mineral eran pipetas. Su apartamento era una jaula. Su cama matrimonial estaba hecha de algodones. Recibió un mensaje de su ginecólogo felicitándola, estaba embarazada de siete.

"Mi podólogo fue mi primer amor"

Cuando era pequeño, por lo visto, tenía los pies planos. Mis padres repararon que de la vuelta del cole, tenía algunas heridas en la piernas por caerme. No hacía bien el juego del catwalk hasta mi casa. Me llevaron a un podólogo, el mejor de la ciudad, imagino, por la inmensa elegancia de su consulta. Me pusieron unas botitas de Frankenstein durante un tiempo, yo, que ya era extremadamente presumido, supe salir del paso, exigiendo combinarlas adecuadamente para que pasaran desapercibidas. El podólogo cinceló mi puente como el de Nureyev. No he visto mejor bailarina que mi hermana Fernanda, pero yo también quería, y más siendo preparado para las puntas por ese doctor. Pero el entorno me obligó a jugar al fútbol sala. Me asignaron el puesto de delantero, pero chupaba mucho banquillo. Yo sólo pensaba en la actuación de mi hermana con su compañía bailando "Los Planetas", de Gustavo Holst. Mi hermana hacía de Urano. Qué belleza. Nadie me puso una pistola para jugar al fútbol, pero quizás fuera un proto Billy Elliot. Me recuerdo en la consulta del podólogo, maquetas de aviones sobre los muebles, visualizándolas con la perspectiva del Cristo de Mantegna. Me sentía fenomenal, como en una galería de arte. Creo que mi podólogo fue mi primer amor.
Mi novio era tan, tan alto que tenía que ponerme las puntas de ballet para besarle. Lo amaba, pero no respirábamos el mismo aire. Está muy bien que cada uno fuese independiente en su atmósfera. Cuando más disfrutábamos era sentados o en horizontal. Nuestros ojos estaban al mismo nivel y nos decíamos: te quiero. Yo tengo unos botines con tacón cubano de seis centímetros: ni aún así. Él era el Empire State y yo, no sé, una cabaña en el bosque. Ojalá fuera una en un árbol, en una secuoya. Nuestro amor estaba exactamente al nivel del limpiador de cristales de un rascacielos. Fuera complejos. Me decía. El amor está por encima de. ¿El tamaño no importa no? Nicole Kidman y Tom Cruise, Lauren Bacall y Humphrey Bogart. Él siempre limpiaba en los sitios más altos y alcanzaba la máxima estantería de la biblioteca cuando queríamos leer a un autor por la A, Asimov por ejemplo. Y yo limpiaba por los sitios más bajos y encontraba las monedas o los billetes caídos o los tornillos de Ikea desperdigados. Nos complementábamos, pero en una rueda conjunta de reconocimiento policial a lo Bonnie and Clyde, nuestras cabezas no saldrían juntas. Y en una tarta de boda, su muñequito, me robaría el protagonismo.
Creo que fue Flaubert quien dijo que a nadie le interesaba leer sobre la madre o la abuela de alguien. Tampoco, supongo, sobre la vida íntima sexual de uno. ¿Ni de sus rutinas culinarias? O autobiografías, a no ser que seas Marlene Dietrich, o Sofía Loren o Carmen Maura. Los temas más tontos supongo que se pueden utilizar como excusa para demostrar cierta profundidad. Hablar sobre cómo mientras te comes una magdalena tienes unos flashbacks tremendos a tu infancia. Si parte del desayuno, quizás entonces sí interesa tu primer beso. Degusta un pollo frito mientras escribes sobre tu puesto de funcionario público. Asesina a alguien en la ficción mientras cortas patatas a lo gajo. O unas lentejas para seis mientras tomas notas para un poema doméstico confesional. ¿Escribes sobre Drácula? Existe un helado. ¿Sobre el infierno? Hecha más tabasco a la pasta. ¿Sobre fantasmas? Aprovecha para doblar las sábanas mientras brota el café de la cafetera. Cualquier excusa es buena para tener ideas mientras estás en la cocina. Normalmente, se nos ocurren a la mayoría mientras nos damos una ducha o bajamos por ascensor. Quisiera ser mejor cocinero. No creo que alguien pueda ser verdaderamente creativo si no lo es cocinando. ¿1080 recetas de Simone Ortega? Guerra y Paz. ¿Arguiñano? Borges. ¿Dabid Muñoz? Houellebecq. Bebe un vaso de agua mientras resuelves un caso a lo Sherlock Holmes. Aliña la ensalada como Terenci Moix. Si se te quema el estofado, Larra. ¿Un brunch? Shakespeare.

"L.M. Nietzsche"

Luis Miguel dará dos conciertos en el Santiago Bernabéu el próximo fin de semana. Al informarme sobre el programa musical del estadio de fútbol (lo que supondría mi ritmo de microrrelatos semanales), me hizo ilusión que, al menos, los fans de Luis Miguel perturbaran mi sueño el próximo fin de semana. El disco "Romances" ha sido muy importante en mi vida. Estudié selectividad mientras ese CD estaba de fondo en bucle. Me parecía intenso y me relajaba. Imagino que fantaseaba con la idea de cuántos romances encontraría en mi nueva época universitaria mientras hacía integrales. Lo invocaré fuerte frente al espejo. Y si se me aparece le diré: gracias a ti, saqué un 8.00 para entrar en la Complutense en Publicidad, y mi nota más alta fue 9'5 en Filosofía. Escogí desarrollar Nietzsche: los dos llevabais pajarita en las fotos. También fue gracias a los discos de Madredeus. Y yo como él, siempre creí ser una estrella infantil. De pequeño me esforzaba mucho por ganar concursos de guión para conseguir uno de mis sueños: abrazar a Chewbacca en Eurodisney. Lo conseguí. Ya conocía eso de "por debajo de la mesa acaricio tu rodilla", pero no con Chewbacca, claro. Quizás le pida a alguno de mis amigos dormir en su casa ese fin de semana, demasiada emoción, demasiados recuerdos. Él se hace mayor y yo también, un poco menos. No sé cómo serán sus fans, imagino que muy calmados, de corazón tierno y piernas bailongas. Pero si son como yo con respecto a él, gritaría toda la noche su nombre bajo mi ventana, y no me dejaría dormir, y haría que todo el vecindario tuviera ojeras al día siguiente, unas ojeras románticas, de bolero. Pero que merecerían la pena.
Ayer fue el concierto en el Santiago Bernabéu de Manuel Carrasco. Nunca he dormido mejor. Entre que todo el mundo ha salido en masa de vacaciones a las costas como lemmings, hace un poco de frío por la noche y mi desconocimiento absoluto de sus canciones, estuve ausente, y mucho más durante la fase REM. Sólo, simplemente, una unidad de fan, perturbó mi sueño durante un segundo, al gritar un "Manuel", que sentí tan vívido como un corte de cutter en la yema de un dedo. Abrí uno de los ojos pensando en subir la persiana y aprovechar para tomar el aire. Pero desistí, porque iría al baño, me miraría al espejo, diría tres veces "Manuel Carrasco" y se me aparecería. Además cansados y eufóricos los dos. Él me parece guapísimo. Es como aquellas representaciones de Jesucristo de los calendarios. Un Cristo rubio y de ojos claros que embelesan a algunas señoras. Cuando todo apunta que era más bien moreno y de nariz chata. Decidí ir al baño pero antes me santigüé por si acaso. Hace tiempo que dejé de creer en Jesucristo y vi un poco de pasada Operación Triunfo 2. No ocurrió nada. Pero coincidió que llevaba puesta esa noche una camiseta blanca de tirantes Abanderado. Apagué la luz y me puse mi antifaz para los ojos que noté un poco áspero y cada vez más ancho, volviéndose de rafia, como si fuera una bandana. Me encanta la joyería, pero para dormir me es impensable. En el cuello algo me ahogaba: lo toqué con mis dedos (el tacto es mi sentido favorito) y reparé que llevaba puesto un choker de cuentas con la bandera de Jamaica. Esos mismos dedos parecían explotar por la presión de anillos de plata. No era algo bueno, pero me relajó que mis dientes no fueran tan perfectos al tocarlos. Había ocurrido de nuevo. Me estaba transformando en Manuel Carrasco. Me esforcé en olvidar la situación e intentar dormir. Soñé que estaba en Caños de Meca, a pesar de no haber estado nunca y que María Magdalena se acercaba a mí en el chiringuito a comerse conmigo unos chopitos. Me levanté hundido en un charco de sudor y sal.

«Mato a La Muerte»

Cuando se me apareció La Muerte le dije: no sé jugar al ajedrez. Le dije: ese total look de negro te hace realmente delgada. Me había pillado con una camiseta amarillo flúor. ¿Venía a por mí de esa guisa? No estaba preparado. Estaba seguro que me iba a tocar La Primitiva de esa semana, había hecho un trabajo intenso de numerología. Me pareció de mala educación que se presentara sin avisar. No tenía Casera en la nevera. Mis padres ni siquiera habían muerto. ¡La Muerte me tenía manía! Es verdad que había estado escuchando los discos de Nirvana, había visto la noche anterior un documental sobre Natalie Wood. Pero, ¿Era realmente necesario? Al día siguiente tenía cita con la dentista. Le eché en cara a La Muerte que estaba pendiente de pagar dos implantes dentarios. ¿Iba a morirme a medias de una sonrisa espléndida? Le dije, siéntate, tranquilízate, te traigo un vaso de agua. Muda, se relajó entonces en el chaiselongue. Aproveché para pensar: ¿Qué podría matar a La Muerte? ¿Jägermeister? Le dije: ¿Te preparo unos huevos fritos? Asintió. ¿Y un café con leche? Levantó el pulgar. Decidí entonces cargarme a La Muerte envenenándola con un brunch. Pero no hubo manera. La tía se lo comió todo sin efectos. Entonces, tuve una idea. Saqué mi portfolio de papiercollé de la serie de cafeteras. Las miró con extrañeza mientras sorbía el último poso. Me propuso elegir entre seguir viviendo con aires de grandeza o morir en ese momemto y alcanzar una posteridad encumbrada dentro doscientos años: elegí lo primero. Cayó fulminada de inmediato quedando solamente su sombrero de alas español.

"Kojak"

Ayer después de una jornada laboral de rebajas intensa, al coger el metro y sentarme en el andén de la estación de Manuel Becerra, que considero el purgatorio, un chico se sentó a mi lado antes de coger el metro. Estaba a punto de llorar. Llevaba una camiseta de la selección de Argentina, y supuse que. No paraba de mirarme de reojo como diciendo: observo tus zapatillas Vans rosa chicle y me emociono. Era el radar gay. El séptimo sentido. Todos tenemos problemas. Es la vida. Pero el metro nunca llegaba y se hacía insoportable esa boca a punto de sollozar. Decidí no decir nada. ¿Por qué iba a meterme en su vida y preguntar, aún estando en el purgatorio, por qué se sentía así? Al llegar los vagones y entrar, abrí mi libro de Knut Hamsun para demostrar mi falsa indiferencia. Bajamos los dos en Nuevos Ministerios, y al subir las escaleras mecánicas que dirigían al exterior desde el submundo, reparé definitivamente que me seguía. Si rompía a llorar, lo asistiría. Sentía la tensión en la nuca. Al salir de la boca, me giré y le dije: qué te pasa, no estés triste. Me puse tan nervioso que introduje mi mano en el tote de piel de cordero buscando algo que pudiera calmar su desasosiego. Sólo encontré un chupa-chups Kojak. Se lo entregué como si fuera un ramo de rosas. Él me sonrió plenamente, con una ristra de dientes de brackets plateados, e iluminándose su cara, me respondió: gracias, de verdad

🌩️

🌩️"Siempre que me preguntaban de pequeño qué quería ser de mayor, yo siempre respondía con un aire de seriedad: QUIERO SER EL CHICO DEL TIEMPO" El tiempo la verdad no era un tema que me interesara demasiado en aquella época, pero mi nivel de vanidad desde niño era tan terrible como una lluvia monzónica. Los pocos minutos en la televisión que ocupaba el parte metereológico eran de lo más breve y relajante. Los chicos y chicas del tiempo me parecían de lo más simpático, educado y elegante. Hacían volar mi imaginación. ¿Cómo serían aquellas ciudades sobre las que aparecía una nube con un relámpago? Yo quería controlar el cielo de aquella manera, informar sobre cómo debería vestir la población durante la semana y fantaseaba con poder decir algún día, que en Cáceres, vaya pena, iba a caer una tormenta tan grande, que los niños no tendrían que ir a clase. De pequeño no quería ser como Emilio Butragueño, ni como Espartaco, ni como Miguel Bosé, yo quería ser como José Antonio Maldonado.

Mensaje en una botella

Nunca me había pasado ésto. Siempre hay una primera vez para una primera vez.Tuve el océano de la playa para mí sólo. Ni un sólo alma estaba dentro del mar. ¿Los peces tienen alma? Había bandera verde, tampoco era tan temprano, el color del agua estaba tornando progresivamente a turquesa. ¡Yo soy friolero! ¡Ni mi hermana sirena se atrevió! El agua estaba buenísima, un poco fría, lo justo, perfecta. En el equilibrio está la virtud. Y en las frases hechas. Y en los clichés a veces. Los pocos estaban en la arena, abrigados. En verano vestimos muy mal. Con el calor somos más elegantes desnudos. ¿Qué me quería decir el mar? ¿Quería jugar conmigo? Yo si con él. Las olas de acantilado a acantilado exclusivamente para mí, erosionando y exfoliando mi cuerpo como una piedra que quedaría elegante como pisapapeles. Nadé a crol, a rana. Me hice el muerto. Con esa visión del cielo en horizontal acompañado de una especie de silencio absoluto fui feliz por un instante. No pensé en castillos de arena, no pensé en crema solar, ni en cometas, ni en tiburones, ni en Magnums de chocolate almendrados. Era una botella a la deriva con un poema de vísceras dentro. Era como estar en la barriga de mi madre, y ella, era como el mundo.

Encapsulado vivo

Todo comenzó una mañana como una broma de buen gusto. Mi cuñado me encerró en una cabina donde había silencio absoluto. Desde fuera, él me hacía señales como diciendo, grita. Sentí cierta paz, en aquel puesto de trabajo insonoro. Me hubiese quedado allí encapsulado mínimo algunas horas. Pero lo que empezó como un juego continuó como algo que aumentaba en su extrañeza. Enseguida, acompañé a mi sobrina a clases de costura y al entrar al edificio ella prefirió subir por las escaleras y yo decidí introducirme en aquel ascensor, mínimo, para una persona. El taller, estaba en un décimo pero a mí me pareció que estaba en la estratosfera. Salí sudando, di un beso de despedida a mi sobrina y volví a aquella tumba en movimiento, que soporté con los ojos cerrados y rezando oraciones que ni siquiera recordaba. Me llevaron al centro comercial en un coche de dos plazas y después de cazar diez prendas al vuelo me introduje obligado en un probador de cortinas de terciopelo demasiado pesadas y asfixiantes. Semidesnudo y rojo, todo me quedaba grande. Parecía una celda. Era un Juan de Arco bajo una montaña de pantalones cargo. Me metí en la ducha nada más llegar a casa. Las mamparas parecían achicarse y el olor a gel vainilla se hacía cada vez más intenso. Podía verme reflejado en el espejo del baño, una mancha desnuda color carne, pasada por un filtro de cristal ahumado. Llevaba todo el día de cápsula en cápsula y eché de menos correr por un campo floreado. Pensé que sería buena idea bajar a aquel parque más cercano a pasear a pesar de estar todavía húmedo. Uno de mis sobrinos quiso acompañarme, me hizo ilusión. Lo que no me hizo tanta, después de llegar a la cima de una de las pequeñas montañas, fue que me mirara con aquellos preciosos ojos suplicantes y me dijera: vamos a montar en el teleférico.

Agua Bendita

Hoy una de mis hermanas, mientras dábamos un paseo, me dijo que si quería entrar a una iglesia a rezar para que nos fuera todo bien por si acaso. La iglesia en cuestión en su exterior era tan bonita, tan antigua, tan blanca marmórea, tan imponente, tan sobria, tan pura en sus columnas, tan delicada en sus escalinatas, tan solitaria en la puerta y en su cruz en lo más alto, tan reposo de paz, con, imaginaba, frescos tan impresionantes, con esculturas tan bien restauradas, con tumbas de gente tan importante dentro, con bóvedas, visualizaba, tan de cañón, tan fuerte después de terremotos e incendios, tan hogar de desamparados, con una campana tan gigante, un órgano tan bien afinado y unos monaguillos tan simpáticos, que me puse triste y le dije: no, no quiero, mejor vayamos a sentarnos frente al mar.

Clarice

Ni las deliciosas tortitas con miel y fresas del desayuno distraían mi única obsesión aquellos días: leer las Crónicas de Clarice Lispector. Al salir de compras, al centro comercial, la música machacona sólo me recordaba que no quería escuchar aquello sino el ritmo de sus relatos, densos y ligeros, profundos y superficiales al mismo tiempo. No compraba nada, no tenía ánimo para gastar, quería gastar tiempo con ese libro enorme y pesado como un gato en el regazo. Ni siquiera el viento que provenía refrescante y revoltoso del Atlántico me parecía tan brillante. No me importaba leer en el cuarto de invitados, en una esquina del salón como si estuviera castigado, en la cocina frente a la olla express a punto de explotar, en el armario de las bicis. Querían que fuéramos al cine, ni el cubo de palomitas más grande podría competir con la necesidad de hacer volar mi imaginación con Crónicas. No sé si las vacaciones familiares se irán al traste por mis ojos ausentes pensando en Recife ante los recitales de piano. De repente, estoy enamorado de un libro. ¿Es posible? Es extraño, pero también estoy enamorado de un edificio, del Edificio Centro, en el número 11 de la Calle Orense de Madrid.

Pistola de chicle

"Pistola de chicle" Jamás nadie pensó que llevaba una pistola en la cesta de la compra. Alguien tan delgado, cargando una bolsa tan pesada, en este caso hubiera parecido que llevaba varias, pero sólo llevaba una. Guardó el chuletón junto al arma y el kilo de melocotones. ¿Cómo alguien que no miraba las fechas de caducidad podía tener como complemento un revólver Smith & Wesson calibre 38? Al llegar a casa con disparos, diseñó un colador para la pasta, las patatas fritas las cortó panaderas a balazos, mezcló los ingredientes de la ensalada a tiros. Tenía una pistola para todo menos para matar, cazar o amenazar. Era un recuerdo familiar. El único objeto personal que tenía de su abuelo. Siempre la llevaba encima. Si la herencia hubiera sido un reloj de pulsera también lo hubiera llevado todo el rato. Dormía con ella debajo de la almohada por si esa noche le atacaban los mosquitos. Siempre formaba parte de los bodegones en los desayunos. Era la persona menos violenta del mundo, pero era muy práctico. Le pegó unos stickers de Snoopy para decorarla. En las citas, el bulto en su bolsillo siempre parecía muy interesante. Una noche, al volver de una cena con sus amigos, dos hombres intentaron atacarle. Sólo tenía, además de la pistola, dos paquetes de chicles. Se metió en la boca doce, ante el estupor de los ladrones, e hizo un pompa enorme que explotó en las caras de los malhechores por cercanía, y los quedó sin visión, huyendo, pesándole mucho la pipa, pero mucho más, las mandíbulas.

Panza

No es demasiada, no es poca, es perfecta, un poco Budda, un poco Quijotesca, algo mullida, algo peluda, un tanto de burro, un tanto de abeja, más bien blanca, ligeramente negra, un rato divertida, un rato calenturienta.

Cucharillas de postre

No soy un ángel pero lo cursi de tu cama en forma de nube y cabecero de aureola me endiabla pero no es suficiente comparado con el mar asomado por la ventana para vigilarnos ni somos tan fuertes como el faro que aguanta los choques de las palabras que ahorramos y que explotarán en algún momento de oro y nos sepultará, la gota que rebosa la mesilla, las colillas en los vasos lo único limpio es el espejo, lo único pulcro el marco coleccionas dibujos y yo colecciono compradores para los míos A las cuatro de la mañana todos los cuadros son negros, mis ojos abiertos deslumbran lo nuestro, me refiero al amor que dura poco al amor en el que el tiempo se estira y el espacio de los cuerpos se expande para hacernos pequeños, abrazados, como dos cucharrillas de plata juntas después de haber compartido un postre.
Ronca tanto que supera el nivel de decibelios del Bernabéu. No hay tapones ni música metal que pueda disimular esos rugidos de león soñador. ¿Roncaré yo también? ¿Compondremos durante la madrugada, sin darnos cuenta, una sinfonía? Soy barítono. No encontré nada más efectivo que una pinza de color rosa y se la puse en la nariz. Nada. Debe ser tambien fakir. Le quiero, pero tendría un trabajo extra como bocina de bomberos. Intento que se duerma lo más tarde posible. Le leo novelas de Agustín Fernández Mallo que son tan malas y petulantes que es imposible quedarse dormido. Me he ido a dormir al sofá, al trastero, he dormido encima del frigorífico. Puede que lo denuncie a la policía. Tengo entendido que a partir de las doce no se puede hacer ruido. Sus ronquidos son peores que los petardos. No hay ni un sólo perro o gato callejero a la redonda. Le quiero, pero no puedo dormir con él, tendría que contratar noches en el piso turístico de al lado. Pero me niego a ser un turista en lo nuestro. He grabado sus ronquidos y me los he puesto como alarma para el despertador. Lo único bueno es que mi creatividad también se despierta. Agarro todas las hortalizas y frutas de la cocina y le planto un cuadro de Giuseppe Arcimboldo en la cabeza.

"Si dices tres veces Taylor Swift frente al espejo se te aparece"

Después de dos días de conciertos, me dirigí al baño en la tercera mañana, para afeitarme, cosa que hago cada dos días también. Me sorprendió que mis labios lucían prominentemente muy rojos, como si durante la noche los hubieran estado coloreando con una de aquellas barras de labios Rouge Dior. Supuse que aquello era debido a que estaba enamorado y la sangre demandaba dentro de mi cuerpo. Hasta la semana pasada que yo supiera, tenía canas, pero mi melena, esa peluca que mis padres me han dado, era rubia. Era rubia. Durante la noche había estado investigando sobre Yves Klein pero tampoco tanto como para amanecer con los ojos azules. Había conciliado el sueño con un pijama de Marks & Spencer de rayas diplomáticas y al alba llevaba un maillot de lentejuelas. Me pregunté si realmente alguna de mis hermanas en Navidad me había regalado unas botas de tacón hasta la rodilla en lugar de un perfume. La luz de techo del baño se había convertido en una bola de discoteca que emanaba destellos rosas, amarillos y violetas. No me vi mal, me vi hasta favorecido. Siempre me pareció una estupidez eso de que las rubias son tontas. Mi mejor amiga del colegio es rubia y es una respetada médico. Abracé con naturalidad mi nueva realidad. Hasta que no tomo mi primer café no soy persona. Estaba mirándome en el espejo como un tonto cuando sonó el teléfono. Habitualmente es Vodafone, pero ante tanta extrañabilidad lo descolgué y resultó que me iban a mandar un vestido de Versace. Me había quedado sin leche para el café. Ni corto ni perezoso bajé por las escaleras (vivo en un décimo) con cuidado para no caerme con los tacones. En el portal una marabunta de fans se amontonaba para pedirme autógrafos, o arrancarme un mechón de las extensiones. Yo les gritaba: ¡Traedme seis litros de leche semidesnatada Pascual y no peluches!
Después de escribir sobre mi calidad de sueño y Taylor Swift, bajé al 24 Horas, fuera de la nacionalidad que fuera, a comprar mis snacks favoritos: Cheetos Pandilla Fantasmas. Pero el plan secreto era ejercer de antropólogo exprés del fenómeno swifty, pues por los destellos de los vestidos y lazos de lentejuelas que iluminaban mi ventana supuse que el segundo concierto de Taylor había finalizado. Lo mío era un periplo. Un pequeño viaje de ida y vuelta. Un Ulises pequeñito. Buscando una Penélope de glutamato. Chicos y chicas, madres y padres paseaban tranquilos en apariencia, como cuando sales de ver una peli de Nolan, en la que no sabes si te ha gustado o no hasta después de 24 Horas. Yo silbaba Tous les garçons et les filles de Françoise Hardy, pero mis auriculares son de color rosa y no desentoné en aquella masa noqueada por la experiencia de un macroconcierto. No sé cómo dormiré hoy. Imagino que bien porque ya lo habrán gritado todo. Al contrario de su ídolo, los fans de Taylor Swift sí creo que visten bien. Me parece que les sienta mejor el look de cowboy siendo chicas de Madrid. Algunes fans llegarán a casa y tomarán un vaso de leche caliente con galletas María, otres irán a la única coctelería abierta en Cuzco, y yo adormecido, con el eco del espíritu de Taylor Swift sobre el tejado, disfrutaré de mi bolsa de mi snack favorito: Cheetos Pandilla Fantasmas.

"Ni un solo swifty ha perturbado mi sueño"

Vivo muy cerca del Bernabéu, pero justo al cruzar una de las esquinas, al fondo a la derecha, como cuando preguntas por el cuarto de baño en un restaurante, pero de aquellos en los que no sabes cómo activar los grifos, modernos, o muy modernos. De hecho he dormido mejor que nunca. Supongo que porque todo el espectáculo se concentraba allí. Me había preparado psicológicamente. Había revisado algunas de sus canciones, porque así, al menos, podría tararearlas entre sueños. No me gusta como viste. Eso es más horripilante que el ruido ensordecedor. Me molesta, porque tiene mucho dinero, y se demuestra, en ella, que el dinero no da el estilo. Es sólo una opinión. Yo guardo como oro en paño un chaleco vintage de Versace y nunca me lo pongo por no estropearlo. Eso es peor. Lo que realmente me atormentaba era el merodeo de miles de fans bajo la ventana. Todos hemos tenido doce años. Me enternece tanta pasión acompañada de sus padres. Pero uno quiere dormir. Pero ninguna niña de doce años anda de discoteca después de los conciertos. Quizás los padres. Iba a aprovechar esos dos días para tener las ojeras perfectas de artista atormentado o de modelo de Prada. Pero no ha sido así. Ando lozano, tranquilo, en el interior de mi estudio escuchando Smashing Pumpkins. Este pequeño texto es un alegato a favor de Taylor Swift. Agradezco no tener tanto dinero como para alquilar algo en frente del estadio, y además, no intentar vestir como un domador de leones.

"Ya sabéis que la estación de metro de Manuel Becerra es el Purgatorio"

Hoy me he visto a mí mismo en ella de ancianito. Se montó dentro del mismo vagón en Nuevos Ministerios y bajó conmigo en Manuel Becerra. Primero pensé: mira qué simpático, luego: qué swag tiene ese viejito, y luego: ¡ pero si soy yo dentro de cincuenta años ! Me vi un poco jorobado pero con los mismos andares sin necesidad de bastón. Siempre me imaginé con un bastón de aquellos de cabeza de pato. Desapareció entre la multitud de las escaleras mecánicas. Espero que subiésemos por fin al Cielo, deseaba pensar que no iba a la apertura del nuevo Primark en Conde de Peñalver (ya sabéis que Primark es el Infierno). Quién no ha sido un poco capullo en sus primeros cuarenta años de vida. Sonreí al vendedor de bolsos de marcas falsas como diciendo: por fin voy a ser un poco feliz en la segunda parte de mi vida. Me he visto de ancianito esperando el metro en el andén en hora punta y parecía muy en paz en el encuentro con mis recuerdos, muy resuelto en la forma de apretarme el cinturón adecuadamente por la delgadez y la vejez, y muy contento por coger todavía el metro y perderme en su laberinto rodeado de personas mucho más jóvenes que yo. No sé si soy un alma vieja, o el ancianito con el que viajé en metro era un alma joven. Yo intenté cederle el asiento, pero sin hablar, levantando dulcemente la mano, me miró nostálgicamente como diciendo: quédate sentado tú que todavía te queda mucho.

"Las señoras que se cuelan en las salas de espera del médico son peores que las señoras que se cuelan en las colas de los supermercados"

Yo iba mejor vestido y elegante que nunca. Francisco Javier, mi médico, se lo merecía, quiero decir, que yo quería que se sintiera orgulloso de verme bien después de todo. Hacía tiempo que no lo veía. En la sala de espera, cruzadas las piernas y reposada la espalda adecuadamente en la silla por una vez en mi vida, lo que parecía ser una adorable ancianita se sentó frente a mí. Yo la sonreí como diciendo buenos días. Iba tan cargada de papeles que creo que no consiguió verme. Los pacientes iban desfilando según sus nombres, como cuando en el colegio pasaban lista. De todos, los nombres que más me gustaron fueron Félix, Tomás, Arturo y Aurora. Al percatarse la susodicha ancianita de mi existencia, fijó sus ojos acuosos sobre mí y me preguntó si dentro estaba el Doctor Francisco Javier, y yo le dije que creía que sí, y que sí era necesario un ticket de refuerzo para la cita, y le dije que creía que también pero que no se preocupase que probablemente no le fuera necesario (si era tan encantadora como se suponía que era). Yo continuaba elegante pero no medí bien la temperatura de la sala y comencé a quitarme ropa progresivamente cada diez minutos. Mi hora se acercaba, ni siquiera podía continuar leyendo el libro que llevaba como complemento. Mi outfit comenzaba a asalvajarse ante la divertida mirada de la sala. Llevaba veinte minutos de retraso. Admiro mucho a los médicos. Le entendí. Y me entretuve escuchando con oído fino las llamadas telefónicas que Francisco Javier realizaba con su voz dulce y melancólica. Esa misma mañana me había quedado sin leche para el café y bajé de urgencia al súper antes de ir al médico. Fui tan puntual en la apertura como otra adorable señora que portaba lazos gigantescos, tanto en su pelo como en su chaqueta como en las puntas de sus zapatos. Pensé que nadie tan enlazada podía ser mala persona, que sólo podía ser simplemente un regalo. Los cajeros estaban en orden. Haciéndome el guay aproveché para coger un pack de seis litros de leche en una mano y seis litros de agua en la otra. Cuando tan puntuales fuimos la señora enlazada y yo al llegar a la caja, ella no había hecho la compra mensual, pero su carro parecía un árbol de Navidad de embutidos, frutas, verduras y productos de limpieza y limpieza facial cuidadosamente escogidos. Yo tenía prisa y además había llegado a la meta antes. Supongo que los lazos eran la excusa para no verme. Se coló y esperé quince minutos haciendo pesas rojo de rabia y de tan poca compasión. Spoiler ya anunciado en el título: la anciana de la sala de espera también se coló. Tenía cita para tres horas más tarde pero sibilinamente mientras el Doctor abría la puerta, se deslizó mucho más rápido de lo que se podría esperar, y mareando al personal ante esa jugada de ratón, se adentró en la consulta. Rebosante de ira y de desesperanza por la tercera edad y con la melena como la de un director de orquesta, llegó mi turno y Francisco Javier me preguntó si me encontraba bien, que qué me ocurría. Yo le contesté: Doctor, las señoras que se cuelan en las salas de espera del médico son peores que las señoras que se cuelan en las colas de los supermercados.

"El Primark es el Infierno"

Entré como si fuera un templo, por lo grande del espacio. Me había mandado a mí mismo allí. Tantas escaleras y plantas, no verdes, con neones. Estaba decidido a comprar algo, lo que fuera que me mostrase un mínimo interés o que fuera ridículamente barato. Ni que fuera un slip que me quitara nada más empezar lo que fuera. Más que la música de fondo, más tenue de lo que creía, quizás, porque los susurros de fondo de aquella masa de personas se superponían, esperaba interpretaciones de Paganini a todo trapo. Yo soy fan de Star Wars, pero no compré nada, soy fan de Scooby Doo pero no compré nada, soy fan de Mickey Mouse pero no compré nada, soy fan de Snoopy pero no compré nada, soy fan de Hello Kitty pero no compré nada. Spoiler: salí sin comprar nada. La tensión de no querer comprar nada ardía. El buen gusto quemaba. Los cajeros llevaban diademas con cuernecitos. El algodón de las camisas blancas de botones era insoportable, no eran nubes. Ni el precio bajísimo suavizaba. Daba vueltas, subía las plantas sin pensar (las secciones de hombres suelen estar o en las plantas más altas o en las subterráneas). Mi última esperanza estaba en la sección deportiva (una vez compré un pantalón de chándal azul marino que me fue muy bien sólo por el color). Me estaba saliendo rabo en el espinazo. Mi cara se ponía roja por el calor, el agobio y el ansia. Alguien se acercó y me preguntó si necesitaba algo. Yo trabajo cara al público, fue como un duelo de cowboys. Le dije que sólo estaba mirando, que estaba de paso. Era el mismísimo Diablo ofreciéndome unos calcetines. Yo no quiero a Primark y Primark no me quiere a mí. Yo no quiero al Infierno y el Infierno no me quiere a mí. Supongo que Zara es el purgatorio.

"La estación de metro de Manuel Becerra es el purgatorio"

Cojo el metro dentro de ella todos los días ida y vuelta. Una tarde me encontré con un ex que realmente tenía cara de muerto, estaba blanco marmóreo, con un semblante calmado como fuera de sí, etéreo. Para mí estaba muerto en todos los sentidos. Subía las escaleras, imagino que dirección Cuatro Caminos-El cielo y yo bajaba las escaleras, dirección Pitis-El infierno. Si yo también estoy muerto realmente, vivo constantemente en este purgativo de estación de metro. Hasta han puesto una máquina expendedora de chocolatinas y bebidas energéticas. Nunca me he cruzado ni con Dante ni con Michael Jackson, ni con Virgilio ni con Lina Morgan. La trabajadora que está en el puesto de información se llama Purificación. Los planos que reparte la verdad es que no nos sirven de nada. Siempre hacemos el mismo trayecto. Las estaciones de Metro Sur son para nosotros como las antípodas. Quizás ese ex, o yo, estemos por algunos de los siete pecados capitales: no ceder el asiento a una persona mayor o embarazada, ocupar el espacio para una persona minusválida, tener el altavoz puesto a todo volumen mientras se visualizan vídeos de TikTok, no dejar salir del vagón antes de entrar, colocarse en uno de los extremos de las escaleras eléctricas para que la gente pueda pasar fácilmente, no haber usado desodorante y no sonreír a alguien que ha sido amable contigo. Esta eternidad de túneles y pitidos de puertas que se abren y se cierran no está tan mal en el fondo, estoy aprovechando para leer toda la bibliografía de Foster Wallace. La gente en el purgatorio de Manuel Becerra es muy culta. La gente quiere aprender para santificarse, para abstraerse, mientras tanto de los asientos que queman, de los chillidos de las ratas.

Derrota

Tengo un antiguo amante, independiente, no neurótico, que es muy fanático del Real Madrid. Encontré entre sus lecturas en la mesilla: "Los mejores discursos de Florentino Pérez". Simulo que me gusta mucho el fútbol, sólo un poco, tengo familia que son buenos árbitros, alguno arbitra en primera, pero también puede hablar de Dostoievski, y eso me tranquiliza. Entre Eurovisión y un Madrid-Granada, hacemos zapping entre ambos. Yo le cuento que vivo cerca del Bernabéu como táctica para enamorarle más. En un partido importante, sólo me interesa si hay penaltis finales, como en el amor. (En secreto escondo que soy más del Atleti). Él pretende que sea una relación federada. Con carnets y palco a la serenidad. Yo sería más bien un aficionado que la monta, vitorea cuando no debe hacerlo y comenta los cortes de pelo de los futbolistas. Con él busco el empate, tampoco ganar. Siempre declina ver los campeonatos de patinaje artístico. Al menos, estamos de acuerdo con que los looks de los patinadores nos horripilan. Al menos, tengo una voz bonita, puedo retransmitir un partido con la cadencia de un poema (concentrándome). De blanco va la novia, de blanco va el Madrid, bromeo. Cuando pierde, no se lo toma mal. Al contrario, me abraza, como diciendo, sé el portero de mi derrota.

Sueños

En horizontal puedo vivir de pie Videojuego inconsciente Soy el villano y el bueno Y el feo y el guapo Me reencontré con mi primer amor Lo viví con los ojos cerrados Todo desnudo, en horizontal Vestido sin importarme lo que llevaba puesto El total look de los sueños ... En una hora viví secuencias de semanas Mi madre y mis compañeros de clase en la misma escena, mi profesor y el camarero del bar de abajo en la misma conversación ¿Quién es el guionista? Una parte de mí, supongo, un trozo de mi cerebro, un trozo de mi conciencia, trozos, un puzzle. ... Al despertar siento que mi vida es mejor por tenerla más controlada, más aburrida pero controlada ... Sólo en dos ocasiones controlé mis sueños, no soy bueno jugando a videojuegos, pero en el sueño pareciera que tenía Doritos, que estaba rodeado de la risa de mis amigos, que no me importaba morir. ... Despierto antes de que suene el despertador, el final de mis sueños no lo demarca la realidad de pitidos constantes, el sueño agónico o placentero acaba de forma natural, cuando un trozo de mi quiere. ... Materia gris Mi materia gris no es gris es de arcoiris ... Cuento los sueños, buenos o malos, para desquitarme de ellos, para que no se queden dentro de mí, ni siquiera los buenos, ahora pienso si lo que escribo son los sueños que no cuento. ... Soy buen guionista, considero que mis sueños son buenos. Yo siempre soy el protagonista. No lo hago mal, porque me conozco, los que aparecen no lo hacen tan bien, podrían hacerlo mejor, podrían ser más amables conmigo. ...

Cama

Si la tumba es tan cómoda como la cama Si la tumba es tan acogedora como la madriguera de mi cama No volvería a salir de mi tumba No volvería a salir de mi cama Quién verá mi cara en la oscuridad Sin la almohada como nube en la que reposa el ángel más bonito Que el reflejo de las escamas de un pez Que la risa de un niño.

"Sonrío fuertemente a las funcionarias (para conseguir lo que quiero)"

Casi ya no hay contacto humano. Con el móvil, un código QR y una máquina ya puedo obtener el papelito con mi número, eso sí, como si fuese el papelito del turno de la carnicería. Lo nunca visto: detrás de mí en la sala de espera, había una persona de mediana edad, guapa, pero con una red flag de las peores: tenia activado el sonido de las teclas del móvil. Yo lo miraba inquieto, imagino que él pensaba que era porque era guapo. Gracias al ayuntamiento, llegó pronto mi turno. En el puesto que me correspondía para ser atendido no había nadie. Dudé si mi miopía me había jugado una mala pasada. Pero un culo forrado en un pantalón rosa pastel asomaba a mí derecha de espaldas. Era ella. Era mi funcionaria. Fue extraño que me pidiera perdón haciéndose la sorprendida, pensaba que ella misma había sido quien había apretado el botón para dar paso a mi turno como si fuera el de la activación de una bomba atómica. Yo sonreí de la forma más natural posible. Me sorprendió que no estuviera de mal humor. Le dije lo que quería, la razón por la que estaba allí. Sus uñas eran de color a juego con los pantalones. Yo me había arreglado un poco, no tenía ropa que no fuera elegante. Parecía una cita, que ya había sido previa por teléfono con otra funcionaria. Poliamoroso de la administración pública. Imprimió lo que tenía que imprimir, dijo lo que tenía que decir, me hizo firmar lo que tuve que firmar. Llevaba el color del cordón de las gafas a juego con las uñas y los pantalones. La mesa estaba repleta de una maraña interminable de cables negros conectados prácticamente a todo menos a ella. Le agradecía por cada una de sus explicaciones sobre las hojas impresas, parecía una profesora de matemáticas o de religión. Cuando ya no hubo más que objetar, reconozco que me costó levantarme de la silla. Me sentía cómodo en aquel no lugar, acompañado de aquella no mujer, de aquella no máquina, de aquella no expendedora de papelitos con letras y números.

Amor a primera tinta: Dadá

Monsieur M. no era en realidad Monsieur M. Era Juan Dando. Lo que si era cierto era que estaba enamorado secretamente del Conde C. Se conocieron durante la escritura de su microrrelato semanal. Dando escribía sobre el Conde. Fue un amor a primera tinta. Al redactar lo que sería un pequeño texto, tumbado en el sofá del barroco salón de Madame M., visualizó en su mente al bello Conde C. sentado elegantemente en el único sillón fernandino de la sala. El personaje resplandecía. Juan, disfrazado en palabras de Monsieur M., portaba un falso bigote imperial, exacto al del Conde. Sus miradas tras los monóculos se cruzaron y se fijaron. Se reconocieron, se sonrieron y se guiñaron: se pusieron rojos como dos cerezas unidas por un mismo rabo. Se mantuvieron en silencio hasta ver qué les ocurriría. Ese mutis, se prolongaría hasta la medianoche cuando tras el flechazo de ficción y gracias a muchas páginas todavía en blanco, se obligaron a sí mismos a acudir al Cabaret T. Monsieur M. quiso coincidir con el Conde C. en aquel lugar donde eran asiduos los dos. Entraron en la sala por diferentes puertas. Debido al humo acumulado de apasionadas discusiones entre el público, el Conde insistió rápidamente en salir del papel para tomar aire antes de que comenzara el espectáculo. Monsieur M. se centró entonces sobre lo que apareció sobre el escenario un segundo después: un hombre vestido de mujer, una mujer vestida de hombre, recitando uno exageradamente poemas de Safo y el otro de forma superpuesta, poemas de Calímaco. Embelesado, y tardando tanto el Conde en volver a la mesa, decidió que entrase directamente en escena, subiese a las tablas junto a los dos actores, vestido de sí mismo, añadiendo al ruido la lectura de versos de Catulo. Al acabar los tres ese ruido en el que sólo se percibían palabras sueltas e interpuestas como: inmortal, pieza, éter, jabalí, bledo, Zeus, Lesbia, invocado o Júpiter, se les lanzaron plumas, puros, sedas, frutas exóticas, figuritas de cerámica. Monsieur M. soltó algunas bolas de notas en las que había escrito lo que acababa de acontecer. Sin embargo, el Conde C. recogió con parsimonia esas notas, y en un ejercicio de papiroflexia las transformó en flores y se las puso en el pelo, retando al narrador públicamente a que tachase de la hoja principal el episodio que se acababa de producir. Se puso de nuevo rojo. El proscenio hecho añicos de objetos era la estampa, y los tres personajes en el centro el caos encantador bajo los focos. Juan D. continuó con su relato. El Conde C. lo que realmente quería era estar tranquilo y se sentó junto a él en la pequeña mesa de la segunda fila. Engarzaron sus manos y se dispusieron a disfrutar del segundo pase de aquella noche: Hugo Ball disfrazado de lo que parecía ser un obispo con gorro y alas de cartulina. La audiencia aplaudía. El Conde C. y Juan Dando ataviado de Monsieur M. se besaron. Fue como si Hugo Ball los casara. 


Bufón

El espejo era de plano americano. No se le veían las pantuflas de borlas. Los cascabeles de su sombrero de tres picos sonaron como chinchines tibetanos al ajustarlo a su carita de virgen. Frente al espejo se desguapaba preparado para lo mejor o lo peor. Se enfrentaba a intentar divertir al rey. El rojo en su pierna izquierda y el verde en su derecha. Mallas. Qué invento. ¿Cual sería el color de sus chistes? Los repetía como mantras frente al espejo una y otra vez y le parecían malos, cuando media hora antes le habían parecido buenos. Esa situación no extasiaba en absoluto. Su estómago estaba vacío pero le prometieron que estaría lleno si conseguía hacerle llorar de risa. Con una sola carcajada sería suficiente para pasar la prueba y darse un festín: langosta, champán, ostras. El babeo de pensarlo no le dejaba ensayar. No valían sólo oro sus ocurrencias. Y los diamantes no se podían comer. Mala digestión. Hacía calor y eso era algo muy serio. Sudaba y los pantalones le resbalaban. Pensó en incluir algunos chismes de palacio pero en realidad no eran tan interesantes. Hacerlos divertidos era un trabajo de magia de muy alto nivel. Mejor no darse más ideas para que no le partieran en dos. Las hachas de los verdugos también tenían hambre. Llamaron a la puerta y gritaron violentamente que había llegado su turno. La idea era forzar al rey a intercambiar los papeles, un clásico. Pero queriendo darle un twist. Pedir al rey que se levantara y sentarse él en el trono era algo peligroso pues ambos tenían síndrome de piernas cansadas. Las mallas apretaban cada vez más. Su cuerpo ebullía. De reojo podía ver a una de las criadas que le distraía. No sabía si lo hacía para su bien o para su mal. Su mujer y sus hijos estaban enterados de todo. Porqué le habían convocado. Era el bufón más preciado de todo el círculo de corrales cercanos. Al fondo, el resto de bufones que hacían cola para pasar la prueba sí que se rieron nada más verle desfilar por la alfombra que rendía tributo a no sé qué batalla, en la que por supuesto el rey ni se había manchado. Igual acabaría muerto pero al menos con muchos amigos. La corona, la verdad, es que le quedaba mucho mejor a él cuando se la arrebató. Su cetro le marcaba mucho más el bíceps. El rey no reía, su sonrisa estaba tensa y torcida. Se notaba que pensaba en otras cosas. Ya no era una cuestión de hacerle reír sino de captar su atención. Contó de corrida todo su repertorio sobre chistes de ciudadanos del condado vecino. Por un momento ver tanto terciopelo por metro cuadrado a su alrededor daba demasiado calor. Su cuerpo hervía. Buena la hora. La imitación de gallina hizo que al menos dejara de darle la espalda. Buenas espaldas tenía el rey. Era el rey de las gallinas en ese momento, ambos. Todo comenzó a tensarse. La campana de la catedral repicó demasiado fuerte presintiendo quizás un final funesto. Deseaba las ostras y el champán pero ante tanta presión comer rábanos todos los días no le parecía tan mala idea. Su mujer siempre le reía las gracias durante las madrugadas, pero el rey comenzaba a irritarse. Se dirigió al público y dijo él mismo: ese bufón no me hace gracia, matadle. Hubo todavía más silencio. Hasta las moscas reales se posaron para observar que pasaría. El bufón continuó: pero antes os presento al verdadero rey. Yo soy un impostor. Un mono apareció en escena. Era amigo suyo. Habían trabado amistad al liberarle furtivamente de la jaula donde lo habían abandonado. Le puso la corona y le dio el cetro. La verdad era que no le quedaban mal. El bufón tenía un huevo en la manga. El mono presentó una bandeja de plata con una docena. La corte se sintió expectante por lo que iba a ocurrir. La broma de explotarse los huevos el uno al otro era demasiado infantil. Pero el instinto del bufón desarrollado durante años por todo el tour de corrales no le fallaría. Se desnudó completamente sin ayuda del mono. El mono paciente parecía que le iba a quitar el protagonismo por su encanto natural, pero por sorpresa, tumbado el bufón sobre una mesa maciza de madera de roble, y su cuerpo ya a 70 grados por el nerviosismo, presagiaba lo que sería su salvación. El primate comenzó a romper los huevos y echarlos metódicamente sobre las extremidades del bufón: pies, rodillas, ingles, antebrazos, pecho, mejillas y frente. Los huevos comenzaron a freírse sobre su anatomía, algunos incluso con puntillitas. ¡Comenzaba todo un brunch medieval gracias a su estrés! El rey, fascinado, no tuvo más remedio que echar un poco de vinagre y pimentón sobre ellos y mojar pan. La ovación no se hizo esperar. Estaban buenos. 




Encabezados: Walt Disney por Juan Dando

Soy enterrador en el Forest Lawn Memorial Park. Me llamo Elias, tengo cuarenta y cinco años, mido 1'85 cm, tengo mujer y una hija. Mi hija tiene un hámster. Su película favorita es La Sirenita. La de mi hija también. Mis hobbies son coleccionar latas de cerveza negra de marcas poco conocidas y ver curling en la televisión. Ante el bulo que rodea la muerte de Walt Disney y su cabeza crionizada, hablaré al respecto. El cumpleaños de mi hija se acercaba, y coincidía además con el de su hámster. Su segunda película favorita era La Cenicienta. La de mi hija, Dumbo. Confesaré que fui a la tumba del señor Disney una noche de ese verano en la que la luna llena parecía la cabeza decapitada de la tierra y deslumbrante por la excitación de la medianoche y las ganas de regalar y tener una buena fiesta de cumpleaños, abrí la sepultura con las herramientas y descubrí allí, dentro, una nevera de playa portátil de alta tecnología, que abrí sin necesidad de clave, y allí, dentro, la cabeza del señor Disney. La idea era obsequiar a mi hija y a su hámster en ese día tan especial con la visita de la cabeza de su autor favorito, pero mientras tanto, alucinado por la luz de la luna californiana y la altura de las secuoyas, con mis manos adentradas en la nevera, reparé en que como los faraones egipcios, habían congelado la cabeza junto varios enseres: gomina para el pelo, un peine de oro, una docena de Budweisers B. Dark y un ratón de goma que todavía sonaba al apretarlo. La cabeza estaba en perfecto estado, el semblante un poco frío, el bigote perfecto. Por un momento dudé si era la cabeza de Salvador Dalí. Pensé en la Revolución francesa. La cabeza de Mr. Disney guillotinado, su perolo rodando por la Plaza de la Bastilla o por Disneyland París. Pero impedí que mi imaginación volase demasiado lejos y cargué la nevera a mis grandes espaldas. Cerré de nuevo el hueco con masilla fresca. Y me dirigí a casa un poco horrorizado y un poco ilusionado. En la fiesta de cumpleaños mi hija estaba feliz. Se llamaba Ariel. Cumplía 11 años. Medía 1'60 cm. Y sus hobbies eran el petit point y ver películas de Disney en la televisión. Al presentarle la tarta y la cabeza en la misma bandeja, no supo qué pensar. No sabía si besar a la tarta o comerse la cabeza. Había invitado a los hijos de su edad de los otros enterradores y en mi cabeza creo que desearon lo mismo que ella. Las once velas las puse sobre la crisma del señor Disney. Pidió un deseo y las sopló de una. Disney siempre quiso que los niños fueran felices. Y los padres al ver a sus hijos felices también. Sonreíamos. La tarta era de naranja, limón y crema. Los niños jugaron en el jardín al balón prisionero con lo que ellos creyeron que era una calabaza con bigote. Mientras, el hámster quedó paralizado de nostalgia ante la secuencia. Se llamaba Shot, media 9 cm, y sus hobbies eran comer pipas y ver películas de Disney en televisión. La cabeza volvió al salón: despeinado, el bigote erizado y el semblante de Mona Lisa. Y altamente descongelado. Rápidamente lo devolví a la nevera y le tiré por encima una bolsa de cubitos. El hámster me miraba como diciendo: quiero ser crionizado con él. A él le gustaba ver a los ratones felices. Consideraba que la cabeza de Disney era un templo. Alguien con una creatividad y normalidad desbordante, con el que descansar. Tenía siete años. Al hámster le dio un ataque. Demasiadas emociones. Demasiados cortometrajes en su vida sobre Mickey Mouse. Ya inventaría algo para contar a mi hija. El tributo había terminado: incluí a Shot dentro de la nevera como un tesoro más. Quise ser buen padre. Pero la pajarita apretaba y los zapatos me quedaban dos tallas pequeñas. Llevé de vuelta la cabeza al cementerio aprovechando el jolgorio de los niños alrededor de una piñata en forma de Pluto. El césped cortado perfecto funcionaba como una alfombra roja. Abrí la sepultura, introduje elegantemente la nevera a su lugar eterno y antes de cerrar la cremallera de plata miré a Shot descansando al lado del ratón de goma y luego fijamente a la cabeza de Walter que me guiñó un ojo.

Tomates divinos

Siempre es bueno comparar precios. El bote de tomate de la marca O. estaba en oferta pero sin embargo lo atractivo del bote de ketchup de la marca H. que no lo estaba, atraía. ¿La Virgen, qué elegiría para elaborar una sabrosa salsa para spaguetti? En este caso, la receta sería para sus lágrimas, falsas y sin orégano. El espectáculo era fácil de realizar. Y el mecanismo para que la escultura de la Virgen llorara lágrimas de tomate no tenía nada de complicado en cuanto a ingeniería. Un par de tubitos en el interior de la escultura hasta los lagrimales y una pera que espachurrar para impulsar la salsa de sangre. La oferta de marcas y tipos de envase empezaba a ser agobiante. Se había pensado también en aprovechar sangre de algún animal. Ir al matadero de las afueras aprovechando que alguno de nosotros necesitase embutido. Pero decidí comprar una docena de botes de tomate de la marca T. Su etiqueta me llamó la atención. Contenía a pie de pegatina la frase: "tomates divinos". Oliver y yo seríamos los encargados de realizar el milagro en aquella plaza. Estábamos programados dentro del cartel de espectáculos pero todo el mundo sabía que lo nuestro sería un acto religioso y en secreto, culinario. Llegaba tarde, pero una fuerza superior me impedía salir del supermercado. Abrazaba los botes contra mi pecho como un bebé recién nacido cuando alguien gritó mi nombre desde el fondo del pasillo. Era el verdulero. Sus bigotes me indicaron que me acercara a su stand. Me recriminó muchas cosas, entre ellas que qué hacía con esos botes cuando él vendía toda clase de tomates: Raf, corazón de buey, cherry. La salsa de tomate sería más rica y más natural. Entonces le dije que me pusiera un kilo de tomate de rama y otro kilo de kumato. Cargaba las bolsas una en cada mano, como pesas. El milagro ya se estaba produciendo: mis bíceps se expandían como el universo. Camino hacia la caja, sudoroso, como si intentara llegar a las puertas del cielo, un chico disfrazado o una chica disfrazada de trituradora con ojos me ofreció una trituradora para los tomates a buen precio. Mis ojos cansados por la superiluminación del supermercado, heridos cada vez más por el rojo tomate reflectando por todas partes, parecía que quisieran explotar. Un mensaje llegó a mi móvil. Tuve que pedirle a alguien del personal de la sección de lácteos que sacara de mi bolsillo el móvil y leyera el mensaje. Era Oliver. La reponedora susurró la lectura del texto secreto: SIROPE DE FRESA, te quiero. Oliver. Pregunté a la misma empleada donde podía encontrar sirope de fresa. Al fondo a la derecha. Me dirigí allí cargado en todos los sentidos. Quería a Oliver, pero debería haber sido él quien estuviera aquí. El plan principal no giraba en torno a un postre. Después del timo y pasar la gorra aprovecharíamos la salsa para comer pasta. Teníamos albóndigas caseras en la nevera para acompañar. Haciendo malabares cacé tres tarros de sirope. Un stress a la Simone Ortega recorrió mi cuerpo vencido al llegar a la cinta donde posar todo aquel peso. Recibí otro mensaje al móvil. Era Oliver. El aviso contenía una sola palabra: REMOLACHA. - ¿Pagará en tarjeta o en efectivo? Lloré.

Ramo

El sol de primavera me cegaba el paseo y yo me dejaba, cuando al mirar por una intuición muy muy involuntaria a los cubos de reciclaje de basura, encontré entre el verde y el amarillo, plantado en el suelo, un ramo completo de flores. La ceguera y la mirada miope de horizonte pasó a ser la de uno ojos desorbitados de huevos fritos. No por el hallazgo de algo en perfecto estado poético que valiera dinero sino por la curiosidad sobre la historia que habría detrás de ese ramo. Me acerqué, lo recogí, lo abracé por el envoltorio transparente. No tenía una nota. El lazo rojo alrededor ni siquiera estaba deshecho. Quizás fue comprado, ofrecido y rechazado y luego de rabia tirado a la basura. No había indicios de violencia. ¡Las flores estaban perfectas! Eran flores de amor, de eso estaba seguro. Los colores distribuidos en rosas, blancos, lilas, y un hermoso girasol en el centro. Era precioso, precioso. Lo rescaté como si fuera un gato abandonado. Lo llevé acunándolo como si fuera miss Nuevos Ministerios. Pero quedaban muchos pasos hasta llegar al trabajo. Tuve la tentación de volver a casa y dejarlo. Tampoco tenía un florero en condiciones para tal imperioso bouquet. Decidí dejarlo entre los arbustos de un parque y a la vuelta, quizás lo recogería. El destino decidiría de nuevo. Si alguien lo veía, y le gustaba y se lo llevaba, sería como si yo se lo hubiera regalado también, y no lo hubiese rechazado. Pensé en muchas otras ficciones, me preguntaba sobre qué querría decirme la diosa Cibeles con ese ramo. Quizás me felicitaba por algo que no sabía. Quizás simplemente todo era consecuencia del comienzo de primavera.

Mickey Mouse

Mickey Vudú Odiaba levemente a David, o al menos lo odié durante esa hora. No está bien odiar y además no sé me da bien. No podría llegar a ser un odiador profesional. Lo único que tenía a mano era un muñeco de peluche de Mickey Mouse. Mis sobrinos me lo trajeron de Disneyland París. Al menos serviría para algo más que para coger polvo entre las cajas que tengo para las herramientas. Soy muy macho. Adoro mis cajas de herramientas. No las uso. Pero allí están mis cajas y me encanta tenerlas y verlas. De allí también saqué las agujas, también puedo ser muy femenino. Me encanta mi kit de costura. Pensé en lo mucho que detestaba a David por lo chic que era y empecé a clavárselas al pobre Mickey. No se quejaba, me quejaba más yo la verdad. Nadie que lleve esos zapatitos amarillos merece ese trato. Recordé de pronto que en una conversación tremendamente sería que mantuve con David él me confesó que era más del Pato Donald. Por tanto ese ejercicio de odio no estaba sirviendo realmente para nada. Decidí que pasaría a ser un tratamiento de acupuntura. Tiene que ser muy estresante ser Mickey Mouse en Disneyland Madrid. ******************************************************************************************************************************************************************************************************************************** Jack insistió en que visitar Disneyland Orlando era muy caro, muy caro, carísimo. Cuando lo decía, abría muchísimo sus ojos azules como si quisiera a la vez preguntarme si yo podría permitírmelo, pagar esa ingente suma de dinero, si yo también era rico, si yo también podría ser americano. Si no, quizás no estaría interesado más en mí. (Cuando era adolescente gracias a un guión humorístico para un concurso de la editorial Oxford Pocket gané un viaje a Disneyland París, pero no se lo dije). Dudé si mi ingenio a la hora de escribir le valdría como un equivalente al dinero. Al menos yo también había visto a Mickey Mouse, o en su defecto, había también saludado amablemente al hombre o a la mujer que se escondía bajo el disfraz. Continuó relatando ese periplo multimillonario, desglosando todos y cada uno de los gastos por cada uno de los miembros de su familia numerosa. Yo en silencio, preferí ser pobre para él (esperando que al menos, no de espíritu). ********************************************************************************************************************************************************************************************************************************** Un seis y un cuatro la cara de Mickey Mouse. Cada vez que me reunía con mi familia y aparecía alguno de mis adorables sobrinos pequeños, todos los adultos posaban sus miradas sobre mí y nos decían: dibuja con tito Juan. Por lo que, sentados ambos sobre cojines para llegar a la mesa con facilidad y con folios en blanco en mano y rotuladores como espadas de arcoiris, comenzaba a darle una masterclass sobre como dibujar a Mickey Mouse. De memoria y a fuego por el aburrimiento, primero la nariz, luego la boca y lengua (siempre sonriendo), los ojos (un poco desorbitados) y por fin la silueta de las absurdas y maravillosas orejas redondas. También las patillas. A veces incluía una pajarita. Yo al hacerlo tan rápido, como si estuviera poseído por el mismísimo Walt, los ojos de mi sobrino de aquel día resplandecían de gracia como diciendo: hazlo de nuevo. Me vale este entretenimiento instantáneo y podría pasar toda la tarde admirándolo hasta que te desmayes. Y yo lo perfilaba de nuevo en un nuevo folio. Y el anterior caía acumulándose en el suelo. Al decimocuarto Mickey Mouse se me nublaron los ojos. No había lugar para una parada para tomar un café y fumar un cigarrillo. El suelo de la sala se convertía en una sábana sánta tributo al ratón. Un eterno retorno que comenzaba a ser insoportable. Mucha presión. Nunca querría decepcionarles como tío. Por fin, él se animó a hacer uno. Con su manita no sabía coger el rotulador correctamente y posado sobre la hoja parecía que la iba a acuchillar de tinta. El primer intento y único, reconozco que fue interesante, con sólo seis rayones parecía satisfecho de su obra y pareciera que me estaba retratando realmente a mí. Su obra punto y final de la sesión era la de una cara de Mickey Mouse distorsionado, espachurrado y al que un camión le había pasado por encima. Pero con una sonrisa de medio lado y un corazoncito sobre su cabeza. *********************************************************************************************************************************************************************************************************************************

Quijote gym. DONDE SE CUENTA LA GRACIOSA MANERA QUE TUVO DON QUIJOTE EN ARMARSE FITNESS por Juan Dando.

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. De lo que si me acuerdo era de que en ese lugar había un gimnasio. Y allí se dirigió Don Quijote para asistir a una clase de pilates. Armó un escándalo al quedar atrapado entre las puertas giratorias debido a las prisas y a su outfit de armadura, pero al llegar y abrir ya agotado el portón de la sala número uno, sintió desde el segundo instante que el monitor era como su profesor de literatura. En él, forzar los abdominales parecía ser tan divertido como leer a Cervantes, levantar las piernas hacia el cielo como pasar páginas ligeramente, y mantener el equilibrio sobre el trasero como el baile de la sombra de una vela encendida en la noche para leer. La sesión o lo que era para él la visita personalizada a un maestro caballero que le daría trucos para la batalla retórica ya había comenzado. Sus cuatro ojos clavados se sonrieron: el chándal del profesor reflejado en el monóculo nublado por el vaho climatizado. Lleno de dignidad Don Quijote dio la vuelta a su reloj de arena. El sacacorchos, la bicicleta, la bola rodadora: jamás un hidalgo se había visto en aquellas posiciones salvo Rocinante. Rodeado de una veintena de Dulcineas y Sanchos de suspiros deportivos, observó a través de las paredes de cristal como los bomberos que se ejercitaban en la sala número dos se convertían en molinos y las amas de casa de la sala tres en gigantes. Le estaba siendo muy difícil sentirse pastoril mientras sonaba reguetón de fondo, las ovejas huirían. El metal de los codales y las rodilleras crujían a cada repetición como las puertas de un castillo abandonado, pero a nadie le importaba, todos parecían estar concentrados en sus propias guerras interiores. Las tijeras, el puente, el gato, el nadador: sobre la esterilla de esparto, cuarenta y cinco minutos de sudor que parecían ser cuatro siglos de lluvia. Lo que si era una locura era intentar vencer el paso del tiempo y ganar fermosura a golpe de esas extrañas máquinas de tortura de la sala número cuatro. Inspiraba, espiraba. Era un héroe enfrentándose a esos movimientos nada intelectuales, sorprendido por el hecho de que el catedrático en pilates se manifestaba vigoroso pero pedante, disciplinado pero burlesco. Era un aventurero al querer aprender algo de literatura deportiva despojándose de todo su orgullo e insignias. Era honorable por haber pagado la clase de antemano y comedido porque no rechistó en ningún momento ante las injusticias allí acaecidas tal que el color de la pelota que le pasaron era verde decepción y no amarillo originalidad. Reconocía que iba notando como sus bigotes se endurecían, bíceps de pelo formando un corazón, y cómo nuevas canas brotaban en su barba por el esfuerzo. Sobre la aorta, un río de fatiga empapaba un pálpito cabalgante que le dio hambre, y se excitó ante la visión en el horizonte de pósters de suplementos alimentarios que imaginó como platos de lentejas servidos en la taberna de aquel gimnasio que le había puesto en su camino el dios Apolo. Antes de terminar, en un trance culto y espasmódico pensó: ¿Realmente quería aparentar que tenía cincuenta años? Exhausto ante la orden del fin del tormento, tumbado y derrotado, el monitor le ayudó a incorporarse y se despidió de Don Quijote dándole un golpe metálico en la espalda, lo que vino a ser para él ajustar una corona de laureles alrededor del morrión. Utilizó una de sus espuelas para abrir la taquilla, allí había guardado papel y pluma para confesar su experiencia y practicar. No obstante, aprovechó el vapor sobre uno de los espejos del vestuario y redactó: no fui esculpido por Policleto ni soy suficientemente flexible puesto que mi objetivo es acabar con la injusticia y no con la grasa acumulada. Fuera de aquí me espera un amor, me espera un caballo, me esperan libros, me espera un escudero. Hasta llegar a la taberna del gimnasio había pasillos con fuentes de agua de instituto americano. La lanza no cabía por tales laberintos, chocaba por todos lados. Don Quijote se enfrentaba a duelo con las máquinas expendedoras. Iba trinchando las hojas con los horarios de la piscina y un grupo de bañistas risueñas, de sonrisas calvas y burbujeantes lo confundieron con un conserje. Sonrojado, al llegar a la cafetería, se sentó en una de los puffs y pidió una copa de vino a la que parecía ser la mesonera. -Sólo zumos detox y batidos de proteínas, señor. El acalorado hidalgo preguntó acto seguido por duelos y quebrantos. -Tostadas de aguacate y aceite de oliva. La mezcla de extrañamiento, pasión y curiosidad hacia un menú tan desangelado propició que quisiera acabar con la aventura para retomar la siguiente, eso sí, con el estómago vacío a su pesar y a su innecesario adelgazar. Atravesó las primeras puertas automáticas mientras se secaba la humedad de la cara con el estandarte y vio a través a Rocinante aparcado en el parking que Don Quijote deliró ser una caballeriza. Rocinante era su moto, y a su lado reposaba su cabeza sobre el lomo de otra moto de ciento noventa caballos. A través de la luz de la mañana se proyectaba la sombra del Caballero de la Triste Figura atravesando el hall, eso sí, mucho más tonificado.

Abejas 🐝🍯

No matarás abejas.

Las santificarás.

Mientras comes tendrás siempre su cáliz de carne preparado, se pueden juntar más de trece si quisieran, pero estas tres asaltan con su ritmo de olitas de pacífico, sobrevolando cada plato y el zumo de sandía. Ellas también tienen calor y se encuentran con el azote de manotazos suaves al aire, se las piropea, les comentamos lo necesarias que son, lo imprescindibles.

No robarás comida a las abejas.

Amarás a las abejas sobre todas las cosas.

No tomarás el nombre de la Señora Abeja Reina en vano.

Frío letón

Si me como todas estas galletas de canela en forma de muñeco o ídolo prehistórico puede que entre en calor. Porto lana merina sobre el regazo, pecho y hombros y escribo con tinta azul coagulada como sangre. Si revienta la pluma por la pasión con la que escribo la mancha incómoda se absorbería como un oasis en este mar de disfraz de oveja peruana. 

¿A quién besaría debajo del muérdago? 

Me besaría a mí mismo frente al espejo, como Alain Delon en aquella película dirigida por Melville. Podría hacerlo hoy pero no tengo una personalidad tan narcisista: todos lo hemos hecho. Las luces en la ciudad lucen muy kitsch salvo en la calle donde vivo que son muy sobrias y elegantes. Afuera hace frío. No me molesta estando en el interior, de mí mismo. Una clienta me dijo que nevaría uno de estos días. No la creí. Quizás nieve en la televisión. Siento algo de frío en las manos, pero no tiemblan. Hay unos guantes de boxeo sobre la silla. Podrían valer.  Son guantes de cualquier modo. En el portal de Belén no aparece María Magdalena. Yo tampoco aparezco. No estaría mal. La calle es un pesebre viviente llenos de Judas. Yo no sé qué personaje representaría, supongo que el de un árbol. Una vez hice de cruz. No lo hice nada mal. Acostumbro a representar ese papel alguna vez cada cierto tiempo, aunque pienso que es un error hacerse la víctima. La nochebuena se acerca e hiela y estoy guapísimo pero nadie me ve. Me ve Pina, la gata, pero creo que lo hace en blanco y negro.

Si enciendo estas velas puede que entre en calor. Robarán el oxígeno, como plantas que no son de interior. Eso dicen.

¿A quién regalar corbatas, perfumes o videojuegos?

Salí de casa con el objetivo de que un policía me detuviese. Estaba cansado de ser un chico bueno y quería fotos de mis perfiles. Decidido me puse mis mejores galas, aunque luego pensé que quizás la elegancia iba en mi contra. No estaba dispuesto a cometer ningún delito, no forma parte de mi naturaleza. Simplemente quería que me detuvieran por ser yo mismo ¿Por qué era algo tan difícil? Anduve por una calle de lo más transitada. Vi un coche de policía y mis pupilas se dilataron. Intentaba abrirse camino con la sirena al máximo y permanecí haciendo aspavientos con las manos. El coche vino directo hacia mí, bajó la ventanilla y uno de los policías con cara de malas pulgas me dijo: - Caballero, ¿tiene usted algún problema? Mi corazón comenzó a latir por encima de sus posibilidades, no podía desaprovechar aquella oportunidad. Le contesté: - Quiero que me detenga- porque con la verdad siempre hay que ir por delante, eso me enseñaron. - ¿Por qué tendríamos que detenerle? - Tiene que hacerme ese favor. El policía bajó la ventanilla farfullando algo como que tenían prisa, pues iban a cubrir un robo en una joyería. Me vine abajo. Continué por la avenida con la mirada en el suelo y las manos metidas en los bolsillos. Se me venían voces a la cabeza, "tienes cara de bueno, tienes cara de bueno". Busqué en Google la tienda de disfraces más cercana. Entré entre sudores. Di un rodeo hasta encontrar la sección de caretas, de máscaras. Dudé entre la de Satanás, la de Donald Trump y la de Kim Kardashian. Compré una de ellas, pero al salir sólo me quedé con las gomas y me las colgué de las orejas, porque hay que intentar siempre ser uno mismo. Como una de pocas virtudes que tengo es la imaginación, y al volar las gomas de la máscara al viento, crearía mi propia prisión. No tendría que cambiar mucho mi cuarto. El catre estaba hecho. Una manera era detenerme a mí mismo, pues es necesario ser autosuficiente. Pinté las paredes con líneas negras. Dejé un hueco para marcar los días y compré una lima.

"Amantis" por Juan dando

Claudia quiso darle una sorpresa, y bandeja en mano, llevó el desayuno a la cama conyugal cuando descubrió al abrir la puerta que su marido se había convertido en un escarabajo. Pensó que era una excentricidad más de las suyas y mirándole fijamente a los ojillos negros y angustiados, apostilló que iría a dar una vuelta con el Ferrari hasta que se le pasara aquella animalidad transitoria. 

Aún siendo un escarabajo, Pablo hizo un esfuerzo extraliterario y balbuceó algo así como que ya que bajaba podía preguntar en la farmacia por algún remedio para lo que le estaba ocurriendo, pero Claudia ya estaba dentro del ascensor, perfilando sus labios de rojo frente al espejo. Iba a tener una cita con su amante, veinte años más joven.

Claudia decidió esperarle en la puerta del trabajo. Propusieron visitar la tienda de decoración de su amigo Pedro, y embobada en el asiento del copiloto, no pudo evitar dar vueltas a cómo combinaría una lámpara art noveau con un escarabajo. 

Mientras tanto Pablo tuvo una debilidad humana muy rusa: tuvo ganas de jugar a la ruleta. Y aunque en la situación en la que se encontraba, todos los números le parecían malos, anheló vestirse y llamar a su mejor socio, que manejaba muy bien los dados. Pero una tristeza crujiente pesaba sobre él, al menos alcanzaba a ver el cielo a través de la ventana: nada superaba los cielos de Madrid, incluso para un bicho como él.

Atormentada, Claudia no dejaba de pensar en Pablo. Aun siendo un parásito le seguía pareciendo atractivo. Le tenía cariño y nunca había tenido las piernas tan delgadas. Pero ¿¿Cómo iba a embutirse en el frac para la boda de Marta que le había comprado o cómo iba a calzarse los zapatos de Ferragamo que le quedarían mil tallas grandes??

Embuída en sus pensamientos entomológicos, después de discutir con su amante ascendente a Ofiuco, y negarse a ir a comer a un restaurante mejicano, desembocó en el Manzanares. Observaba las olitas marrones en contraste con la misma atmósfera que veía Pablo en su encierro invertebrado: gris azulado. Durante el paseo, Claudia era tan atractiva que todos los chinches de debajo de los puentes querían pegarse a su cuerpo. Le pareció demasiado pedirles consejo sobre lo de su marido. 

El café de la Plaza de la Cruz rebosaba humo de cigarrillos, y en esa espesura descubrió como su joven amante amante de los gatos, ocupaba una de las mesas, abatido, convertido en una mariquita, intentando atrapar una fajita de pollo con sus ocho patitas delicadas. A Claudia no le sorprendió, se estaba acostumbrando a esas transformaciones, pero entendió la repulsa de las mesas vacías a su alrededor, y se lanzó sobre él compasivamente. Se sentó y por no hablar de lo que estaba ocurriendo comenzaron a debatir sobre Mies van der Rohe. 

Pidió un café y un whiskey y al segundo sorbo, Claudia empezó a convertirse en una mantis. En ese precioso instante, en su cuarto de techo alto y lámpara de lágrimas, y después de mucho esfuerzo, Pablo consiguió darse la vuelta y huyó trepando por la pared del palacete.