Amor a primera tinta: Dadá

Monsieur M. no era en realidad Monsieur M. Era Juan Dando. Lo que si era cierto era que estaba enamorado secretamente del Conde C. Se conocieron durante la escritura de su microrrelato semanal. Dando escribía sobre el Conde. Fue un amor a primera tinta. Al redactar lo que sería un pequeño texto, tumbado en el sofá del barroco salón de Madame M., visualizó en su mente al bello Conde C. sentado elegantemente en el único sillón fernandino de la sala. El personaje resplandecía. Juan, disfrazado en palabras de Monsieur M., portaba un falso bigote imperial, exacto al del Conde. Sus miradas tras los monóculos se cruzaron y se fijaron. Se reconocieron, se sonrieron y se guiñaron: se pusieron rojos como dos cerezas unidas por un mismo rabo. Se mantuvieron en silencio hasta ver qué les ocurriría. Ese mutis, se prolongaría hasta la medianoche cuando tras el flechazo de ficción y gracias a muchas páginas todavía en blanco, se obligaron a sí mismos a acudir al Cabaret T. Monsieur M. quiso coincidir con el Conde C. en aquel lugar donde eran asiduos los dos. Entraron en la sala por diferentes puertas. Debido al humo acumulado de apasionadas discusiones entre el público, el Conde insistió rápidamente en salir del papel para tomar aire antes de que comenzara el espectáculo. Monsieur M. se centró entonces sobre lo que apareció sobre el escenario un segundo después: un hombre vestido de mujer, una mujer vestida de hombre, recitando uno exageradamente poemas de Safo y el otro de forma superpuesta, poemas de Calímaco. Embelesado, y tardando tanto el Conde en volver a la mesa, decidió que entrase directamente en escena, subiese a las tablas junto a los dos actores, vestido de sí mismo, añadiendo al ruido la lectura de versos de Catulo. Al acabar los tres ese ruido en el que sólo se percibían palabras sueltas e interpuestas como: inmortal, pieza, éter, jabalí, bledo, Zeus, Lesbia, invocado o Júpiter, se les lanzaron plumas, puros, sedas, frutas exóticas, figuritas de cerámica. Monsieur M. soltó algunas bolas de notas en las que había escrito lo que acababa de acontecer. Sin embargo, el Conde C. recogió con parsimonia esas notas, y en un ejercicio de papiroflexia las transformó en flores y se las puso en el pelo, retando al narrador públicamente a que tachase de la hoja principal el episodio que se acababa de producir. Se puso de nuevo rojo. El proscenio hecho añicos de objetos era la estampa, y los tres personajes en el centro el caos encantador bajo los focos. Juan D. continuó con su relato. El Conde C. lo que realmente quería era estar tranquilo y se sentó junto a él en la pequeña mesa de la segunda fila. Engarzaron sus manos y se dispusieron a disfrutar del segundo pase de aquella noche: Hugo Ball disfrazado de lo que parecía ser un obispo con gorro y alas de cartulina. La audiencia aplaudía. El Conde C. y Juan Dando ataviado de Monsieur M. se besaron. Fue como si Hugo Ball los casara. 


Bufón

El espejo era de plano americano. No se le veían las pantuflas de borlas. Los cascabeles de su sombrero de tres picos sonaron como chinchines tibetanos al ajustarlo a su carita de virgen. Frente al espejo se desguapaba preparado para lo mejor o lo peor. Se enfrentaba a intentar divertir al rey. El rojo en su pierna izquierda y el verde en su derecha. Mallas. Qué invento. ¿Cual sería el color de sus chistes? Los repetía como mantras frente al espejo una y otra vez y le parecían malos, cuando media hora antes le habían parecido buenos. Esa situación no extasiaba en absoluto. Su estómago estaba vacío pero le prometieron que estaría lleno si conseguía hacerle llorar de risa. Con una sola carcajada sería suficiente para pasar la prueba y darse un festín: langosta, champán, ostras. El babeo de pensarlo no le dejaba ensayar. No valían sólo oro sus ocurrencias. Y los diamantes no se podían comer. Mala digestión. Hacía calor y eso era algo muy serio. Sudaba y los pantalones le resbalaban. Pensó en incluir algunos chismes de palacio pero en realidad no eran tan interesantes. Hacerlos divertidos era un trabajo de magia de muy alto nivel. Mejor no darse más ideas para que no le partieran en dos. Las hachas de los verdugos también tenían hambre. Llamaron a la puerta y gritaron violentamente que había llegado su turno. La idea era forzar al rey a intercambiar los papeles, un clásico. Pero queriendo darle un twist. Pedir al rey que se levantara y sentarse él en el trono era algo peligroso pues ambos tenían síndrome de piernas cansadas. Las mallas apretaban cada vez más. Su cuerpo ebullía. De reojo podía ver a una de las criadas que le distraía. No sabía si lo hacía para su bien o para su mal. Su mujer y sus hijos estaban enterados de todo. Porqué le habían convocado. Era el bufón más preciado de todo el círculo de corrales cercanos. Al fondo, el resto de bufones que hacían cola para pasar la prueba sí que se rieron nada más verle desfilar por la alfombra que rendía tributo a no sé qué batalla, en la que por supuesto el rey ni se había manchado. Igual acabaría muerto pero al menos con muchos amigos. La corona, la verdad, es que le quedaba mucho mejor a él cuando se la arrebató. Su cetro le marcaba mucho más el bíceps. El rey no reía, su sonrisa estaba tensa y torcida. Se notaba que pensaba en otras cosas. Ya no era una cuestión de hacerle reír sino de captar su atención. Contó de corrida todo su repertorio sobre chistes de ciudadanos del condado vecino. Por un momento ver tanto terciopelo por metro cuadrado a su alrededor daba demasiado calor. Su cuerpo hervía. Buena la hora. La imitación de gallina hizo que al menos dejara de darle la espalda. Buenas espaldas tenía el rey. Era el rey de las gallinas en ese momento, ambos. Todo comenzó a tensarse. La campana de la catedral repicó demasiado fuerte presintiendo quizás un final funesto. Deseaba las ostras y el champán pero ante tanta presión comer rábanos todos los días no le parecía tan mala idea. Su mujer siempre le reía las gracias durante las madrugadas, pero el rey comenzaba a irritarse. Se dirigió al público y dijo él mismo: ese bufón no me hace gracia, matadle. Hubo todavía más silencio. Hasta las moscas reales se posaron para observar que pasaría. El bufón continuó: pero antes os presento al verdadero rey. Yo soy un impostor. Un mono apareció en escena. Era amigo suyo. Habían trabado amistad al liberarle furtivamente de la jaula donde lo habían abandonado. Le puso la corona y le dio el cetro. La verdad era que no le quedaban mal. El bufón tenía un huevo en la manga. El mono presentó una bandeja de plata con una docena. La corte se sintió expectante por lo que iba a ocurrir. La broma de explotarse los huevos el uno al otro era demasiado infantil. Pero el instinto del bufón desarrollado durante años por todo el tour de corrales no le fallaría. Se desnudó completamente sin ayuda del mono. El mono paciente parecía que le iba a quitar el protagonismo por su encanto natural, pero por sorpresa, tumbado el bufón sobre una mesa maciza de madera de roble, y su cuerpo ya a 70 grados por el nerviosismo, presagiaba lo que sería su salvación. El primate comenzó a romper los huevos y echarlos metódicamente sobre las extremidades del bufón: pies, rodillas, ingles, antebrazos, pecho, mejillas y frente. Los huevos comenzaron a freírse sobre su anatomía, algunos incluso con puntillitas. ¡Comenzaba todo un brunch medieval gracias a su estrés! El rey, fascinado, no tuvo más remedio que echar un poco de vinagre y pimentón sobre ellos y mojar pan. La ovación no se hizo esperar. Estaban buenos. 




Encabezados: Walt Disney por Juan Dando

Soy enterrador en el Forest Lawn Memorial Park. Me llamo Elias, tengo cuarenta y cinco años, mido 1'85 cm, tengo mujer y una hija. Mi hija tiene un hámster. Su película favorita es La Sirenita. La de mi hija también. Mis hobbies son coleccionar latas de cerveza negra de marcas poco conocidas y ver curling en la televisión. Ante el bulo que rodea la muerte de Walt Disney y su cabeza crionizada, hablaré al respecto. El cumpleaños de mi hija se acercaba, y coincidía además con el de su hámster. Su segunda película favorita era La Cenicienta. La de mi hija, Dumbo. Confesaré que fui a la tumba del señor Disney una noche de ese verano en la que la luna llena parecía la cabeza decapitada de la tierra y deslumbrante por la excitación de la medianoche y las ganas de regalar y tener una buena fiesta de cumpleaños, abrí la sepultura con las herramientas y descubrí allí, dentro, una nevera de playa portátil de alta tecnología, que abrí sin necesidad de clave, y allí, dentro, la cabeza del señor Disney. La idea era obsequiar a mi hija y a su hámster en ese día tan especial con la visita de la cabeza de su autor favorito, pero mientras tanto, alucinado por la luz de la luna californiana y la altura de las secuoyas, con mis manos adentradas en la nevera, reparé en que como los faraones egipcios, habían congelado la cabeza junto varios enseres: gomina para el pelo, un peine de oro, una docena de Budweisers B. Dark y un ratón de goma que todavía sonaba al apretarlo. La cabeza estaba en perfecto estado, el semblante un poco frío, el bigote perfecto. Por un momento dudé si era la cabeza de Salvador Dalí. Pensé en la Revolución francesa. La cabeza de Mr. Disney guillotinado, su perolo rodando por la Plaza de la Bastilla o por Disneyland París. Pero impedí que mi imaginación volase demasiado lejos y cargué la nevera a mis grandes espaldas. Cerré de nuevo el hueco con masilla fresca. Y me dirigí a casa un poco horrorizado y un poco ilusionado. En la fiesta de cumpleaños mi hija estaba feliz. Se llamaba Ariel. Cumplía 11 años. Medía 1'60 cm. Y sus hobbies eran el petit point y ver películas de Disney en la televisión. Al presentarle la tarta y la cabeza en la misma bandeja, no supo qué pensar. No sabía si besar a la tarta o comerse la cabeza. Había invitado a los hijos de su edad de los otros enterradores y en mi cabeza creo que desearon lo mismo que ella. Las once velas las puse sobre la crisma del señor Disney. Pidió un deseo y las sopló de una. Disney siempre quiso que los niños fueran felices. Y los padres al ver a sus hijos felices también. Sonreíamos. La tarta era de naranja, limón y crema. Los niños jugaron en el jardín al balón prisionero con lo que ellos creyeron que era una calabaza con bigote. Mientras, el hámster quedó paralizado de nostalgia ante la secuencia. Se llamaba Shot, media 9 cm, y sus hobbies eran comer pipas y ver películas de Disney en televisión. La cabeza volvió al salón: despeinado, el bigote erizado y el semblante de Mona Lisa. Y altamente descongelado. Rápidamente lo devolví a la nevera y le tiré por encima una bolsa de cubitos. El hámster me miraba como diciendo: quiero ser crionizado con él. A él le gustaba ver a los ratones felices. Consideraba que la cabeza de Disney era un templo. Alguien con una creatividad y normalidad desbordante, con el que descansar. Tenía siete años. Al hámster le dio un ataque. Demasiadas emociones. Demasiados cortometrajes en su vida sobre Mickey Mouse. Ya inventaría algo para contar a mi hija. El tributo había terminado: incluí a Shot dentro de la nevera como un tesoro más. Quise ser buen padre. Pero la pajarita apretaba y los zapatos me quedaban dos tallas pequeñas. Llevé de vuelta la cabeza al cementerio aprovechando el jolgorio de los niños alrededor de una piñata en forma de Pluto. El césped cortado perfecto funcionaba como una alfombra roja. Abrí la sepultura, introduje elegantemente la nevera a su lugar eterno y antes de cerrar la cremallera de plata miré a Shot descansando al lado del ratón de goma y luego fijamente a la cabeza de Walter que me guiñó un ojo.

Tomates divinos

Siempre es bueno comparar precios. El bote de tomate de la marca O. estaba en oferta pero sin embargo lo atractivo del bote de ketchup de la marca H. que no lo estaba, atraía. ¿La Virgen, qué elegiría para elaborar una sabrosa salsa para spaguetti? En este caso, la receta sería para sus lágrimas, falsas y sin orégano. El espectáculo era fácil de realizar. Y el mecanismo para que la escultura de la Virgen llorara lágrimas de tomate no tenía nada de complicado en cuanto a ingeniería. Un par de tubitos en el interior de la escultura hasta los lagrimales y una pera que espachurrar para impulsar la salsa de sangre. La oferta de marcas y tipos de envase empezaba a ser agobiante. Se había pensado también en aprovechar sangre de algún animal. Ir al matadero de las afueras aprovechando que alguno de nosotros necesitase embutido. Pero decidí comprar una docena de botes de tomate de la marca T. Su etiqueta me llamó la atención. Contenía a pie de pegatina la frase: "tomates divinos". Oliver y yo seríamos los encargados de realizar el milagro en aquella plaza. Estábamos programados dentro del cartel de espectáculos pero todo el mundo sabía que lo nuestro sería un acto religioso y en secreto, culinario. Llegaba tarde, pero una fuerza superior me impedía salir del supermercado. Abrazaba los botes contra mi pecho como un bebé recién nacido cuando alguien gritó mi nombre desde el fondo del pasillo. Era el verdulero. Sus bigotes me indicaron que me acercara a su stand. Me recriminó muchas cosas, entre ellas que qué hacía con esos botes cuando él vendía toda clase de tomates: Raf, corazón de buey, cherry. La salsa de tomate sería más rica y más natural. Entonces le dije que me pusiera un kilo de tomate de rama y otro kilo de kumato. Cargaba las bolsas una en cada mano, como pesas. El milagro ya se estaba produciendo: mis bíceps se expandían como el universo. Camino hacia la caja, sudoroso, como si intentara llegar a las puertas del cielo, un chico disfrazado o una chica disfrazada de trituradora con ojos me ofreció una trituradora para los tomates a buen precio. Mis ojos cansados por la superiluminación del supermercado, heridos cada vez más por el rojo tomate reflectando por todas partes, parecía que quisieran explotar. Un mensaje llegó a mi móvil. Tuve que pedirle a alguien del personal de la sección de lácteos que sacara de mi bolsillo el móvil y leyera el mensaje. Era Oliver. La reponedora susurró la lectura del texto secreto: SIROPE DE FRESA, te quiero. Oliver. Pregunté a la misma empleada donde podía encontrar sirope de fresa. Al fondo a la derecha. Me dirigí allí cargado en todos los sentidos. Quería a Oliver, pero debería haber sido él quien estuviera aquí. El plan principal no giraba en torno a un postre. Después del timo y pasar la gorra aprovecharíamos la salsa para comer pasta. Teníamos albóndigas caseras en la nevera para acompañar. Haciendo malabares cacé tres tarros de sirope. Un stress a la Simone Ortega recorrió mi cuerpo vencido al llegar a la cinta donde posar todo aquel peso. Recibí otro mensaje al móvil. Era Oliver. El aviso contenía una sola palabra: REMOLACHA. - ¿Pagará en tarjeta o en efectivo? Lloré.

Ramo

El sol de primavera me cegaba el paseo y yo me dejaba, cuando al mirar por una intuición muy muy involuntaria a los cubos de reciclaje de basura, encontré entre el verde y el amarillo, plantado en el suelo, un ramo completo de flores. La ceguera y la mirada miope de horizonte pasó a ser la de uno ojos desorbitados de huevos fritos. No por el hallazgo de algo en perfecto estado poético que valiera dinero sino por la curiosidad sobre la historia que habría detrás de ese ramo. Me acerqué, lo recogí, lo abracé por el envoltorio transparente. No tenía una nota. El lazo rojo alrededor ni siquiera estaba deshecho. Quizás fue comprado, ofrecido y rechazado y luego de rabia tirado a la basura. No había indicios de violencia. ¡Las flores estaban perfectas! Eran flores de amor, de eso estaba seguro. Los colores distribuidos en rosas, blancos, lilas, y un hermoso girasol en el centro. Era precioso, precioso. Lo rescaté como si fuera un gato abandonado. Lo llevé acunándolo como si fuera miss Nuevos Ministerios. Pero quedaban muchos pasos hasta llegar al trabajo. Tuve la tentación de volver a casa y dejarlo. Tampoco tenía un florero en condiciones para tal imperioso bouquet. Decidí dejarlo entre los arbustos de un parque y a la vuelta, quizás lo recogería. El destino decidiría de nuevo. Si alguien lo veía, y le gustaba y se lo llevaba, sería como si yo se lo hubiera regalado también, y no lo hubiese rechazado. Pensé en muchas otras ficciones, me preguntaba sobre qué querría decirme la diosa Cibeles con ese ramo. Quizás me felicitaba por algo que no sabía. Quizás simplemente todo era consecuencia del comienzo de primavera.

Mickey Mouse

Mickey Vudú Odiaba levemente a David, o al menos lo odié durante esa hora. No está bien odiar y además no sé me da bien. No podría llegar a ser un odiador profesional. Lo único que tenía a mano era un muñeco de peluche de Mickey Mouse. Mis sobrinos me lo trajeron de Disneyland París. Al menos serviría para algo más que para coger polvo entre las cajas que tengo para las herramientas. Soy muy macho. Adoro mis cajas de herramientas. No las uso. Pero allí están mis cajas y me encanta tenerlas y verlas. De allí también saqué las agujas, también puedo ser muy femenino. Me encanta mi kit de costura. Pensé en lo mucho que detestaba a David por lo chic que era y empecé a clavárselas al pobre Mickey. No se quejaba, me quejaba más yo la verdad. Nadie que lleve esos zapatitos amarillos merece ese trato. Recordé de pronto que en una conversación tremendamente sería que mantuve con David él me confesó que era más del Pato Donald. Por tanto ese ejercicio de odio no estaba sirviendo realmente para nada. Decidí que pasaría a ser un tratamiento de acupuntura. Tiene que ser muy estresante ser Mickey Mouse en Disneyland Madrid. ******************************************************************************************************************************************************************************************************************************** Jack insistió en que visitar Disneyland Orlando era muy caro, muy caro, carísimo. Cuando lo decía, abría muchísimo sus ojos azules como si quisiera a la vez preguntarme si yo podría permitírmelo, pagar esa ingente suma de dinero, si yo también era rico, si yo también podría ser americano. Si no, quizás no estaría interesado más en mí. (Cuando era adolescente gracias a un guión humorístico para un concurso de la editorial Oxford Pocket gané un viaje a Disneyland París, pero no se lo dije). Dudé si mi ingenio a la hora de escribir le valdría como un equivalente al dinero. Al menos yo también había visto a Mickey Mouse, o en su defecto, había también saludado amablemente al hombre o a la mujer que se escondía bajo el disfraz. Continuó relatando ese periplo multimillonario, desglosando todos y cada uno de los gastos por cada uno de los miembros de su familia numerosa. Yo en silencio, preferí ser pobre para él (esperando que al menos, no de espíritu). ********************************************************************************************************************************************************************************************************************************** Un seis y un cuatro la cara de Mickey Mouse. Cada vez que me reunía con mi familia y aparecía alguno de mis adorables sobrinos pequeños, todos los adultos posaban sus miradas sobre mí y nos decían: dibuja con tito Juan. Por lo que, sentados ambos sobre cojines para llegar a la mesa con facilidad y con folios en blanco en mano y rotuladores como espadas de arcoiris, comenzaba a darle una masterclass sobre como dibujar a Mickey Mouse. De memoria y a fuego por el aburrimiento, primero la nariz, luego la boca y lengua (siempre sonriendo), los ojos (un poco desorbitados) y por fin la silueta de las absurdas y maravillosas orejas redondas. También las patillas. A veces incluía una pajarita. Yo al hacerlo tan rápido, como si estuviera poseído por el mismísimo Walt, los ojos de mi sobrino de aquel día resplandecían de gracia como diciendo: hazlo de nuevo. Me vale este entretenimiento instantáneo y podría pasar toda la tarde admirándolo hasta que te desmayes. Y yo lo perfilaba de nuevo en un nuevo folio. Y el anterior caía acumulándose en el suelo. Al decimocuarto Mickey Mouse se me nublaron los ojos. No había lugar para una parada para tomar un café y fumar un cigarrillo. El suelo de la sala se convertía en una sábana sánta tributo al ratón. Un eterno retorno que comenzaba a ser insoportable. Mucha presión. Nunca querría decepcionarles como tío. Por fin, él se animó a hacer uno. Con su manita no sabía coger el rotulador correctamente y posado sobre la hoja parecía que la iba a acuchillar de tinta. El primer intento y único, reconozco que fue interesante, con sólo seis rayones parecía satisfecho de su obra y pareciera que me estaba retratando realmente a mí. Su obra punto y final de la sesión era la de una cara de Mickey Mouse distorsionado, espachurrado y al que un camión le había pasado por encima. Pero con una sonrisa de medio lado y un corazoncito sobre su cabeza. *********************************************************************************************************************************************************************************************************************************

Quijote gym. DONDE SE CUENTA LA GRACIOSA MANERA QUE TUVO DON QUIJOTE EN ARMARSE FITNESS por Juan Dando.

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. De lo que si me acuerdo era de que en ese lugar había un gimnasio. Y allí se dirigió Don Quijote para asistir a una clase de pilates. Armó un escándalo al quedar atrapado entre las puertas giratorias debido a las prisas y a su outfit de armadura, pero al llegar y abrir ya agotado el portón de la sala número uno, sintió desde el segundo instante que el monitor era como su profesor de literatura. En él, forzar los abdominales parecía ser tan divertido como leer a Cervantes, levantar las piernas hacia el cielo como pasar páginas ligeramente, y mantener el equilibrio sobre el trasero como el baile de la sombra de una vela encendida en la noche para leer. La sesión o lo que era para él la visita personalizada a un maestro caballero que le daría trucos para la batalla retórica ya había comenzado. Sus cuatro ojos clavados se sonrieron: el chándal del profesor reflejado en el monóculo nublado por el vaho climatizado. Lleno de dignidad Don Quijote dio la vuelta a su reloj de arena. El sacacorchos, la bicicleta, la bola rodadora: jamás un hidalgo se había visto en aquellas posiciones salvo Rocinante. Rodeado de una veintena de Dulcineas y Sanchos de suspiros deportivos, observó a través de las paredes de cristal como los bomberos que se ejercitaban en la sala número dos se convertían en molinos y las amas de casa de la sala tres en gigantes. Le estaba siendo muy difícil sentirse pastoril mientras sonaba reguetón de fondo, las ovejas huirían. El metal de los codales y las rodilleras crujían a cada repetición como las puertas de un castillo abandonado, pero a nadie le importaba, todos parecían estar concentrados en sus propias guerras interiores. Las tijeras, el puente, el gato, el nadador: sobre la esterilla de esparto, cuarenta y cinco minutos de sudor que parecían ser cuatro siglos de lluvia. Lo que si era una locura era intentar vencer el paso del tiempo y ganar fermosura a golpe de esas extrañas máquinas de tortura de la sala número cuatro. Inspiraba, espiraba. Era un héroe enfrentándose a esos movimientos nada intelectuales, sorprendido por el hecho de que el catedrático en pilates se manifestaba vigoroso pero pedante, disciplinado pero burlesco. Era un aventurero al querer aprender algo de literatura deportiva despojándose de todo su orgullo e insignias. Era honorable por haber pagado la clase de antemano y comedido porque no rechistó en ningún momento ante las injusticias allí acaecidas tal que el color de la pelota que le pasaron era verde decepción y no amarillo originalidad. Reconocía que iba notando como sus bigotes se endurecían, bíceps de pelo formando un corazón, y cómo nuevas canas brotaban en su barba por el esfuerzo. Sobre la aorta, un río de fatiga empapaba un pálpito cabalgante que le dio hambre, y se excitó ante la visión en el horizonte de pósters de suplementos alimentarios que imaginó como platos de lentejas servidos en la taberna de aquel gimnasio que le había puesto en su camino el dios Apolo. Antes de terminar, en un trance culto y espasmódico pensó: ¿Realmente quería aparentar que tenía cincuenta años? Exhausto ante la orden del fin del tormento, tumbado y derrotado, el monitor le ayudó a incorporarse y se despidió de Don Quijote dándole un golpe metálico en la espalda, lo que vino a ser para él ajustar una corona de laureles alrededor del morrión. Utilizó una de sus espuelas para abrir la taquilla, allí había guardado papel y pluma para confesar su experiencia y practicar. No obstante, aprovechó el vapor sobre uno de los espejos del vestuario y redactó: no fui esculpido por Policleto ni soy suficientemente flexible puesto que mi objetivo es acabar con la injusticia y no con la grasa acumulada. Fuera de aquí me espera un amor, me espera un caballo, me esperan libros, me espera un escudero. Hasta llegar a la taberna del gimnasio había pasillos con fuentes de agua de instituto americano. La lanza no cabía por tales laberintos, chocaba por todos lados. Don Quijote se enfrentaba a duelo con las máquinas expendedoras. Iba trinchando las hojas con los horarios de la piscina y un grupo de bañistas risueñas, de sonrisas calvas y burbujeantes lo confundieron con un conserje. Sonrojado, al llegar a la cafetería, se sentó en una de los puffs y pidió una copa de vino a la que parecía ser la mesonera. -Sólo zumos detox y batidos de proteínas, señor. El acalorado hidalgo preguntó acto seguido por duelos y quebrantos. -Tostadas de aguacate y aceite de oliva. La mezcla de extrañamiento, pasión y curiosidad hacia un menú tan desangelado propició que quisiera acabar con la aventura para retomar la siguiente, eso sí, con el estómago vacío a su pesar y a su innecesario adelgazar. Atravesó las primeras puertas automáticas mientras se secaba la humedad de la cara con el estandarte y vio a través a Rocinante aparcado en el parking que Don Quijote deliró ser una caballeriza. Rocinante era su moto, y a su lado reposaba su cabeza sobre el lomo de otra moto de ciento noventa caballos. A través de la luz de la mañana se proyectaba la sombra del Caballero de la Triste Figura atravesando el hall, eso sí, mucho más tonificado.