Amor a primera tinta: Dadá

Monsieur M. no era en realidad Monsieur M. Era Juan Dando. Lo que si era cierto era que estaba enamorado secretamente del Conde C. Se conocieron durante la escritura de su microrrelato semanal. Dando escribía sobre el Conde. Fue un amor a primera tinta. Al redactar lo que sería un pequeño texto, tumbado en el sofá del barroco salón de Madame M., visualizó en su mente al bello Conde C. sentado elegantemente en el único sillón fernandino de la sala. El personaje resplandecía. Juan, disfrazado en palabras de Monsieur M., portaba un falso bigote imperial, exacto al del Conde. Sus miradas tras los monóculos se cruzaron y se fijaron. Se reconocieron, se sonrieron y se guiñaron: se pusieron rojos como dos cerezas unidas por un mismo rabo. Se mantuvieron en silencio hasta ver qué les ocurriría. Ese mutis, se prolongaría hasta la medianoche cuando tras el flechazo de ficción y gracias a muchas páginas todavía en blanco, se obligaron a sí mismos a acudir al Cabaret T. Monsieur M. quiso coincidir con el Conde C. en aquel lugar donde eran asiduos los dos. Entraron en la sala por diferentes puertas. Debido al humo acumulado de apasionadas discusiones entre el público, el Conde insistió rápidamente en salir del papel para tomar aire antes de que comenzara el espectáculo. Monsieur M. se centró entonces sobre lo que apareció sobre el escenario un segundo después: un hombre vestido de mujer, una mujer vestida de hombre, recitando uno exageradamente poemas de Safo y el otro de forma superpuesta, poemas de Calímaco. Embelesado, y tardando tanto el Conde en volver a la mesa, decidió que entrase directamente en escena, subiese a las tablas junto a los dos actores, vestido de sí mismo, añadiendo al ruido la lectura de versos de Catulo. Al acabar los tres ese ruido en el que sólo se percibían palabras sueltas e interpuestas como: inmortal, pieza, éter, jabalí, bledo, Zeus, Lesbia, invocado o Júpiter, se les lanzaron plumas, puros, sedas, frutas exóticas, figuritas de cerámica. Monsieur M. soltó algunas bolas de notas en las que había escrito lo que acababa de acontecer. Sin embargo, el Conde C. recogió con parsimonia esas notas, y en un ejercicio de papiroflexia las transformó en flores y se las puso en el pelo, retando al narrador públicamente a que tachase de la hoja principal el episodio que se acababa de producir. Se puso de nuevo rojo. El proscenio hecho añicos de objetos era la estampa, y los tres personajes en el centro el caos encantador bajo los focos. Juan D. continuó con su relato. El Conde C. lo que realmente quería era estar tranquilo y se sentó junto a él en la pequeña mesa de la segunda fila. Engarzaron sus manos y se dispusieron a disfrutar del segundo pase de aquella noche: Hugo Ball disfrazado de lo que parecía ser un obispo con gorro y alas de cartulina. La audiencia aplaudía. El Conde C. y Juan Dando ataviado de Monsieur M. se besaron. Fue como si Hugo Ball los casara. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario