El último sorbo de café

Alargó tanto el último sorbo de café que no lo acabó nunca.
La gente que entraba en la cafetería-restaurante lo miraba con extrañeza y pensaba que estaría enfermo o que era un hombre pegado a una taza de café. Creían que simplemente le gustaba el contacto de la porcelana entre los labios. Nadie parecía tener intención en preguntarle si se encontraba bien.
La intensidad del último sorbo de K estuvo tan llena de concentración que no supo salir de esa realidad. Los dueños del restaurante, cuando se percataron al cerrar de que K continuaba allí sorbiendo, se apiadaron y le dejaron descansar. Apagaron las luces y abandonaron de puntillas su negocio mientras susurraban para sí que no siempre era buena tanta pasión en lo que uno hace.
El destino de K estaba escrito en los posos de esa taza de café.
A la mañana siguiente, los propietarios abrieron la cafetería con el placer que les proporcionaba la seguridad de hacer lo mismo cada día, pero preguntándose, esta vez, si K estaría todavía dentro.
-Claro que estará dentro. Lo dejamos encerrado. No sabemos si vivo o muerto.
Y allí se encontraba, en medio del salón, tumbado sobre dos sillas, la cabeza apoyada en una y las piernas sobre otra, manteniendo el equilibrio, aspirando el último sorbo de café como si fuese un largo suspiro. Tenía los ojos cerrados, la taza en su boca, la mano derecha en el asa.
-No duerme como un bebé.
Los señores se vieron obligados a despertarle, tenían que comenzar a servir los desayunos a la masa. Temieron que K estuviese muerto.
-Un muerto jamás podría sostener una taza de esa forma.
De repente, K abrió los ojos y se asustó al ver que todavía continuaba dentro de aquel trance. Se sintió como dentro de una cárcel, con aroma. Experimentó el peso de una soledad que sólo sufriría alguien que fuese el único al que le pasara algo por lo que nadie había pasado antes.
-Tendrás que devolvernos la taza.
K intentaba expresarles con los ojos acuosos que no le era posible.
-Si insistes en sorber, tendrás que pagarme por cada hora en la que la taza no sea devuelta, espero que lo entiendas.
K asintió.
-Puedo darte un vaso de plástico si deseas seguir sorbiendo en la calle.
K se acercó a la barra, y con la mano izquierda acercó el taburete más cercano a la puerta de la cocina y se sentó.
-¿Tienes hambre?
K se dirigió al baño. Entró en uno de los cubículos, bajó la tapa y se sentó. No conseguiría fumar un cigarrillo, una fuerza inexplicable le impedía desprenderse de la taza. Respiró por la nariz profundamente. Abrochó cada uno de los botones de su chaqueta para no resfriarse. Se miró al espejo. Pensó que sus ojos eran bonitos.
Durante un segundo olvidó que estaba sorbiendo de aquella taza. En su interior, lamentó que ese trago le resultase delicioso. Esa fragancia le envolvía y le ayudaba a mantenerse despierto.
Se marchó finalmente, decidido, de la cafetería, sin despedirse. Los señores quedaron mostrando a la vista más tazas, más platos, más cucharillas y colocándolos sobre manteles y servilletas de cuadros amarillos y blancos.
Lo observaron avanzando con pasividad, pero al cruzar el umbral, la dueña corrió tras K y le recordó a gritos que cuando consiguiera despegarse de la taza volviera para devolvérsela.
Aquella taza de hueso tenía pintada flores que combinaban con sus calcetines. Pudo leer en la base ayudándose de un espejo que era inglesa.
K andaba deprisa, intentando disimular que sorbía desde hacía ya muchas horas.
Se dirigió al banco. Quería sacar algo de dinero para pedir ayuda a algún especialista. Durante el trayecto nadie se percató de lo que le ocurría y fue un alivio. Aprovechó el teléfono del hall para llamar a su jefe e intentar explicar que no había aparecido por el despacho aquella mañana porque sentía un fuerte dolor de cabeza, pero K sólo consiguió balbucear con esfuerzo vano palabras ininteligibles. Aun así reconoció su voz.
- No sé qué dices, tranquilízate, toma un café e intenta llamar más tarde, estoy ocupado.
Después de sacar dinero del cajero y tenerlo apretado en su mano izquierda con cierto dolor, deseó tener un poco de sopa en aquella taza.
Antes de volver al restaurante para pagar su deuda, avanzó a través de un pequeñísimo jardín triangulado por árboles con la esperanza de despertar de lo que parecía ser una pesadilla. Las reflexiones de K duraron poco. Al reposar sobre el único banco, una banda de palomas se abalanzó sobre él queriendo beber de aquello que parecía tan digno de absorber, y espantado por tal violencia urbana, huyó.
Una mujer no se detuvo al verle correr sin rumbo hacia ella. K asombrado por aquel desinterés, lo tomó como un tipo de atracción fatal.
-Acabo de graduar mis gafas y te examino desde hace metros y no sueltas esa taza de tu boca, ¿por qué?
Sus ojos eran de una melancolía azul.
- Te gusta mucho ese café, ¿verdad?
K asintió.
-¿Te gustaría besarme?
K asintió.
La mujer agarró con su mano la taza. K percibió como se calentaba el sorbo. Mientras intentaba descifrar la razón por la cuál a alguien le podía resultar atractivo en esas condiciones, la mujer, molesta ante el bloqueo de K a causa de un exceso de evasión en sus elucubraciones, le dio la espalda y abandonó la escena indignada.
Camino abajo, K fue tras ella. Sin sonreír dentro de la taza, intentó expresar con el ritmo de sus pasos su desamparo. La mujer entró en una librería y desapareció entre las estanterías. K desesperado fue interceptado por el dependiente.
-No se puede entrar en el local con bebidas del exterior.
Cabizbajo, y cada vez más acostumbrado a la taza como parte de su cuerpo, caminó de vuelta e irrumpió de nuevo en la cafetería- restaurante donde había comenzado todo.
Al atravesar la puerta, se dirigió furiosamente hacia la misma mesa en la que estuvo esa mañana, empuñó un bolígrafo y le escribió a la camarera, que se acercó a él ingenuamente, un mensaje muy claro: quería que le trajesen un platito y una cucharilla para su taza.
El restaurante estaba repleto, la masa discutía hambrienta demandando rapidez.
K, absorto, se encontraba en medio de todo aquello como un tótem sagrado y desolado. La camarera voló con el menaje que K exigió. Cuando los tuvo frente a sí, posó la taza lentamente sobre el plato. Al quedar liberado, fijó su atención en un póster que anunciaba un retiro en una comunidad colombiana dedicada al cultivo de café. Acompañaba al texto una estampa paradísiaca: un bosque, un río, un colibrí, una hamaca. Los propietarios salieron despavoridos de la cocina en pantuflas hacia la mesa donde estuvo K. Con los ojos como cuencos y las bocas como fuentes, abrumados por la ausencia de K, giraron sus cabezas hacia al tumulto de trabajadores y luego estupefactos al fondo de la taza vacía.


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