Monja cruel de amor
Al despertarse todas las mañanas al alba, cuando la primera gota del rocío cae, comenzaba siempre la misma rutina gris. Encontraba paz en aquella repetición neutra que nacía, pero hasta ese día, marcado en el calendario como un veintinueve de febrero.
No sintió aquel reposo ritualístico al vestirse. Incluso cuando se encajó las gafas entre las sienes palpitantes de arrepentimiento. Vio la celda de forma diferente, contradictoriamente llena, pero de cosas innecesarias. El cristo crucificado sobre el lavabo no le produjo ni compasión ni admiración, sino más bien desasosiego.
La fe se disipó de un plumazo. Pensó en la madre superiora como en alguien inferior. El rosario le pesaba entre las manos como cadenas de preso, y los pasos de las demás hermanas en el pasillo hacia el desayuno le parecieron irritantes, y además sus zapatos, aburridos.
Algo ardía en su interior. Conservaba un diario donde escribía todas sus interrogantes, y que guardaba debajo de la almohada, uno de los pocos sitios donde se podía esconder algo.
Pero el secreto de lo que sintió ese día no estaba a la vista. Quizás sólo lo presintieron sus mejillas sonrosadas al pensar en Paco.
Paco era el conserje. Lo habían contratado hace un mes porque habían robado el poco dinero que ganaban las monjas con las yemas, los merengues y los manteles bordados con motivos de palomas.
La indiferencia de Paco hacia todo le aturdía, quizás fuera homosexual o los uniformes tan grises y planos de las hermanas desdibujaban tanto la figura femenina, que producía que se las viera como seres asexuados, como ángeles.
Llovía tanto fuera, que deseó que se marcasen las curvas de su cuerpo pegadas contra el hábito empapado y pesado.
Tocaron a la puerta, ¿sería Dios? Abrió decidida. Era Paco ensangrentado, balbuceando palabras entre las que rescató: no, ahora, te quiero, por qué, ladrones, volvieron.
Lo arropó en su pecho en una escena escultórica de carne. Lo tumbó en el catre, y Paco suspiró en ese último reposo.
Se le iluminaron los ojos, experimentó una felicidad novísima, nunca sentida desde la infancia, como cuando su padre le decía que le acompañaba a la juguetería a conocer las novedades en muñecas.
Y durante un segundo se volvió un poco loca al pensar que en el fondo de su corazón no le importaba que Paco hubiera muerto y que sólo le importaba que por fin alguien le hubiera dicho te quiero.
Ese fue el primer día de su nueva vida, sintiéndose por fin libre, cierta liberación que venía del hecho de sentirse como alguien un poco cruel.
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