EL “SÍ, QUIERO” DEL JOVEN JONATHAN HARKER por Juan Dando

Ayer por la noche Mina y yo fuimos a hacer el amor al cementerio. Hacía mucho frío, pero Mina y yo no lo sentíamos. La situación no era propia de nosotros, pero Lucy nos había dicho que siempre llevaba allí a sus pretendientes para poner a prueba su valentía. Nos adentramos por la avenida egipcia, entrelazados como dos jóvenes prometidos en un altar. Un olor fétido emanaba de los panteones, y la única iluminación era la de los ojos de los gatos que parecían querer abalanzarse sobre nosotros. Mina disfrutaba a cada momento.

A la mañana siguiente, antes del almuerzo, le pedí a mi madre que diera orden de que se me sirviese el filete poco hecho. Habíamos sacado la cubertería de plata porque nos visitaba mi tío desde Dublín a Londres. Al corte con el cuchillo, la sangre salpicó tan fuerte mi camisa blanca que tuve una erección. Fui al cuarto de baño para enjuagarla, pero el contraste entre el deseo y la repulsa me produjo un estado de consternación tan grande que, como hipnotizado y con la excusa de dar un paseo, salí corriendo hacia el matadero y, colándome, agarré una de las esponjas que vi tiradas por el suelo, recogí con ella toda la sangre que pude, la metí en uno de los bolsillos de mi chaqueta y, al llegar a casa, encerrado en mi habitación y sentado sobre el lecho de la cama, absorbí toda la sangre sin sentirme satisfecho.

Mina mandó un telegrama: “Jonathan, espero que te encuentres bien, hoy me comentaron unos vecinos que te vieron deambulando solo por el parque”.

Retomando los hechos, recuerdo que, después de pasar la velada en el cementerio, acompañé a Mina hasta su casa y la ayudé a saltar el muro del jardín. Mientras regresaba a la mía, ya entrada la madrugada, y cruzando el camino que bordea la fortificación, me heló ver que a lo lejos estaba esperándome alguien vestido con un camisón blanco. Era una nebulosa que flotaba a medio metro del suelo y avanzaba hacia mí como si me hubiese reconocido. Antes de pestañear, estaba tan cerca que pude reconocer a una mujer de unos veinte, treinta o cuarenta años. También podría haber sido un hombre muy guapo. No podía moverme, mi cuerpo estaba clavado a la tierra. Su boca destilaba un aliento como de marisco en mal estado, y se dirigió a mí en un idioma que no supe reconocer. Comenzó a olisquearme como un animal cuando bruscamente otro alguien nos separó de un golpe diabólico y, a partir de ahí, no consigo descifrar cómo llegué de vuelta a casa. De cualquier modo, no me gustaría que se produjese otro encuentro de ese tipo por lo que pudiera pasar.

A la hora del té, mi tío, sin escandalizarse demasiado, señaló que de mi yugular supuraba pus. Me costaba respirar, pero no le di importancia porque no soy consciente de quién soy ahora mismo. Estoy tumbado sobre el diván, y no son reposo estas alucinaciones. Veo cuervos que quieren sacarme los ojos. Escuché cómo mi tío y mi madre murmuraban detrás de la puerta, y por el tono parecían preocupados. Luego sentí cómo me encerraban con llave. Los paños de agua fría parecían no ser suficientes. Las uñas me crecían tan fuertes y finas que era una tortura intentar cortarlas. Están cerca. Sé que tengo que volver a verlos para luego poder veros a vosotros.

Pensaba que lo que sentía por Mina era amor, pero todo esto es más intenso. Pena que no supiera exactamente por quiénes y por qué lo sentía.

Como un lobo en una trampa, al sonar las campanas de la iglesia a media noche no pude resistirme  y escapé por la ventana, volví al cementerio y, alborotado, cogí una de las ratas que se encontraban amontonadas en una de las catacumbas, la más gorda que pude, la reventé por dentro con una sola mano y la mordí.  Acto seguido, y más excitado que nunca por la experiencia, embobado por la luz de la luna llena, me dirigí hacia el enorme torreón a una velocidad pasmosa, y cuando sentí el contacto de la fría piedra con mis manos, descubrí que podía trepar por ella sin mucho esfuerzo. Escalé como una mantis hasta llegar a una pequeña ventana en el tercer piso, y me introduje en el interior de una estancia vacía salvo por el suelo cubierto de arena y cuatro ataúdes.

Una neblina espesa se coló entre las grietas de la sala y, como una serpiente, envolvió todo mi cuerpo hasta que, frente a mí, se transformó.

Arropado con una túnica negra y mirándome fijamente con sus ojos amarillos, el Conde, de dos metros de altura, se acercó a mí, cortó una de sus muñecas peludas con una uña y, cubriéndome con su capa como dos enamorados, me dio de beber la sangre que brotaba. Babeábamos saliva negra.

Tres mujeres nos rodearon y, entre los cuatro, me metieron dentro de uno de los ataúdes. Sentí cómo lo sellaban con dos clavos. Escuché que susurraban algo entre risas, en una lengua que empezaba a sonarme familiar. Me despedí mentalmente de Mina, y le pedí perdón. La sangre caliente que me había dado de beber el Conde burbujeaba sobre mi pecho.

Me dejé caer en la negritud.

Cuando estuve a punto de perder el conocimiento, volvieron a abrir la tapa del ataúd y salí de él tan ligero como nunca me había sentido.

– Ahora, Jonathan – dijo el Conde- ve a buscar a Mina.

Llovía.

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