Quijote gym. DONDE SE CUENTA LA GRACIOSA MANERA QUE TUVO DON QUIJOTE EN ARMARSE FITNESS por Juan Dando.

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. De lo que si me acuerdo era de que en ese lugar había un gimnasio. Y allí se dirigió Don Quijote para asistir a una clase de pilates. Armó un escándalo al quedar atrapado entre las puertas giratorias debido a las prisas y a su outfit de armadura, pero al llegar y abrir ya agotado el portón de la sala número uno, sintió desde el segundo instante que el monitor era como su profesor de literatura. En él, forzar los abdominales parecía ser tan divertido como leer a Cervantes, levantar las piernas hacia el cielo como pasar páginas ligeramente, y mantener el equilibrio sobre el trasero como el baile de la sombra de una vela encendida en la noche para leer. La sesión o lo que era para él la visita personalizada a un maestro caballero que le daría trucos para la batalla retórica ya había comenzado. Sus cuatro ojos clavados se sonrieron: el chándal del profesor reflejado en el monóculo nublado por el vaho climatizado. Lleno de dignidad Don Quijote dio la vuelta a su reloj de arena. El sacacorchos, la bicicleta, la bola rodadora: jamás un hidalgo se había visto en aquellas posiciones salvo Rocinante. Rodeado de una veintena de Dulcineas y Sanchos de suspiros deportivos, observó a través de las paredes de cristal como los bomberos que se ejercitaban en la sala número dos se convertían en molinos y las amas de casa de la sala tres en gigantes. Le estaba siendo muy difícil sentirse pastoril mientras sonaba reguetón de fondo, las ovejas huirían. El metal de los codales y las rodilleras crujían a cada repetición como las puertas de un castillo abandonado, pero a nadie le importaba, todos parecían estar concentrados en sus propias guerras interiores. Las tijeras, el puente, el gato, el nadador: sobre la esterilla de esparto, cuarenta y cinco minutos de sudor que parecían ser cuatro siglos de lluvia. Lo que si era una locura era intentar vencer el paso del tiempo y ganar fermosura a golpe de esas extrañas máquinas de tortura de la sala número cuatro. Inspiraba, espiraba. Era un héroe enfrentándose a esos movimientos nada intelectuales, sorprendido por el hecho de que el catedrático en pilates se manifestaba vigoroso pero pedante, disciplinado pero burlesco. Era un aventurero al querer aprender algo de literatura deportiva despojándose de todo su orgullo e insignias. Era honorable por haber pagado la clase de antemano y comedido porque no rechistó en ningún momento ante las injusticias allí acaecidas tal que el color de la pelota que le pasaron era verde decepción y no amarillo originalidad. Reconocía que iba notando como sus bigotes se endurecían, bíceps de pelo formando un corazón, y cómo nuevas canas brotaban en su barba por el esfuerzo. Sobre la aorta, un río de fatiga empapaba un pálpito cabalgante que le dio hambre, y se excitó ante la visión en el horizonte de pósters de suplementos alimentarios que imaginó como platos de lentejas servidos en la taberna de aquel gimnasio que le había puesto en su camino el dios Apolo. Antes de terminar, en un trance culto y espasmódico pensó: ¿Realmente quería aparentar que tenía cincuenta años? Exhausto ante la orden del fin del tormento, tumbado y derrotado, el monitor le ayudó a incorporarse y se despidió de Don Quijote dándole un golpe metálico en la espalda, lo que vino a ser para él ajustar una corona de laureles alrededor del morrión. Utilizó una de sus espuelas para abrir la taquilla, allí había guardado papel y pluma para confesar su experiencia y practicar. No obstante, aprovechó el vapor sobre uno de los espejos del vestuario y redactó: no fui esculpido por Policleto ni soy suficientemente flexible puesto que mi objetivo es acabar con la injusticia y no con la grasa acumulada. Fuera de aquí me espera un amor, me espera un caballo, me esperan libros, me espera un escudero. Hasta llegar a la taberna del gimnasio había pasillos con fuentes de agua de instituto americano. La lanza no cabía por tales laberintos, chocaba por todos lados. Don Quijote se enfrentaba a duelo con las máquinas expendedoras. Iba trinchando las hojas con los horarios de la piscina y un grupo de bañistas risueñas, de sonrisas calvas y burbujeantes lo confundieron con un conserje. Sonrojado, al llegar a la cafetería, se sentó en una de los puffs y pidió una copa de vino a la que parecía ser la mesonera. -Sólo zumos detox y batidos de proteínas, señor. El acalorado hidalgo preguntó acto seguido por duelos y quebrantos. -Tostadas de aguacate y aceite de oliva. La mezcla de extrañamiento, pasión y curiosidad hacia un menú tan desangelado propició que quisiera acabar con la aventura para retomar la siguiente, eso sí, con el estómago vacío a su pesar y a su innecesario adelgazar. Atravesó las primeras puertas automáticas mientras se secaba la humedad de la cara con el estandarte y vio a través a Rocinante aparcado en el parking que Don Quijote deliró ser una caballeriza. Rocinante era su moto, y a su lado reposaba su cabeza sobre el lomo de otra moto de ciento noventa caballos. A través de la luz de la mañana se proyectaba la sombra del Caballero de la Triste Figura atravesando el hall, eso sí, mucho más tonificado.