"El aprendiz de ayunador" por Juan Carlos Ceballos Cristiano

Por motivo de unas jornadas de trabajo intensas en la oficina, llevaba tres días sin comer. Sin llevarse nada a la boca. Sin probar bocado. Y ni siquiera se había dado cuenta. Por lo que aprovechando la ocasión decidió hacer ayuno. En las últimas décadas muchos presos políticos o políticos en libertad hacían huelgas de hambre para reivindicar una causa. Este aprendiz de ayunador no sabía que excusa poner como lucha para su falta de hambre forzada. Tendría que pensar en ello. Hacer una tabla en Excel con las más llamativas o mandar un correo masivo para que la gente opinara. Él simplemente se dejaba llevar por el ayuno, pero tenía que fingir que lo hacía por una razón “seria” o altruista. Ya sabéis, una razón por la que merezca la pena morir de inanición. También había escuchado que algunas superestrellas religiosas la practicaban para estar más cerca de Dios. Tendría que pensar en eso también. Tendría que decidir a quién quería acercarse con aquello, aunque no le importase en absoluto. Lo apuntó en un post-it. Puso la foto de Gandhi en el salvapantallas del ordenador. No tendría que moverse de la silla del despacho, se alimentaría de números a partir de ahora. Pensó que nadie había propuesto una dieta basada en números. Ya sabéis, en integrales, por ejemplo. Por no hablar del dinero que se ahorraría en trajes. El cinturón y la corbata podrían ajustarse cada vez más a su cintura y cuello en cuanto fuera adelgazando. Sus compañeros de trabajo no notaron su bajada de peso. Estaban demasiado ocupados en aprender a utilizar los palillos para comer la comida china para llevar que cada noche compraban en el restaurante de la calle donde se encontraba el rascacielos. Subir los ochenta pisos en ascensor era el mejor deporte para el ayuno. Y hacía este trayecto varias veces durante el día, en los descansos. La gente admiraba a este aprendiz de ayunador por el simple hecho de que no llamaba la atención. Sabían que estaba allí, encerrado en uno de los despachos de la planta cincuenta y siete. Y no daba problemas. La taza que solía utilizar para el café ya pesaba demasiado, entonces ¿por qué hacerla más pesada llenándola de agua? Sí había oído que algunos de los mejores ayunadores se permitían el lujo de beber un poco de agua de vez en cuando o mojarse los labios, pero para él eso era hacer trampa. Pasaban las semanas y nadie reparaba en el aprendiz de ayunador. En las reuniones creían que no estaba allí o que estaba de perfil mirando a la puerta, inquieto por salir de la sala debido a algunos asuntos urgentes que debía resolver fuera. La silla de cuero cada vez se le hacía más grande. Se resbalaba y caía debajo de la mesa. Tres veces al día el aprendiz de ayunador se agarraba fuertemente a ella y daba vueltas sobre sí mismo durante algunos minutos. Era otra de las disciplinas deportivas que se imponía como ayunador. Si el resto de sus compañeros normalmente no solían hacer nada en el trabajo, escaqueándose constantemente, perdiendo el tiempo en la máquina de café o yéndose de compras, él les ganaba porque no sólo no hacía nada sino que llegó un momento en que no podía hacer nada más que ayunar. Era su propio jefe en aquella empresa. Tomaba sus propias decisiones con respecto a como conseguir los objetivos y con qué estrategia. ¡Y con el mínimo gasto! Fue un problema cuando llegaron las vacaciones de Navidad. Ya habían pasado cuarenta días desde que decidió aprovechar el tren del no-hambre que paró en aquellos primeros tres días de jornadas intensivas. Hasta su propia secretaria dejó de verle. Ella pensó que estaría en las Bahamas. Con el esfuerzo que suponía asistir a las últimas reuniones antes de acabar el año, lo confundían con un paragüero, intentaban colgarle en las orejas gabardinas y bufandas. La señora que se dedicaba a limpiar la oficina pensó que era un ficus en mal estado y lo regaba. Esto era un sufrimiento para él porque no quería tomar agua y tirar por la borda tantos días de disciplina. Cuando habían pasado noventa días le invadió un ataque de ego pensando en que normalmente los grandes ayunadores de la historia necesitaron de los medios de comunicación para dar cuenta de su proeza. No pensaba así antes, pero había llegado un punto en que sentía que estaba haciendo algo grande mientras el se empequeñecía, sobre todo porque no se apoyaba en ninguna razón que supuestamente le diera fuerzas para mantenerse en ese estado. La nada para llegar a la nada. Quería compartir esa felicidad con el resto. Como dijimos antes, su sigilosa estrategia empresarial-corporal con el mínimo presupuesto. Pero antes de intentar apretar cualquier botón, lo acabaron intuyendo sobre la alfombra de su despacho cuando se desmanteló la oficina para traspasarla a la planta setenta y tres. Pillaron in fraganti a uno de los mozos de carga llevando unos gemelos de oro blanco que adornaban las mangas de su uniforme sucio. Su familia no tuvo que gastar ni un solo billete en la incineración. Se había volatilizado. Había cerrado un perfecto trato consigo mismo. Un ayuno con un cero absoluto en la columna del pasivo del balance de su cuerpo.

3 comentarios:

  1. Un relato conmovedor que ahonda en la soledad de muchos , toca el mundo exterior del protagonista casi de puntillas , insinuándolo en pocos trazos vivos , permitiendo atibar que el ayunador vive solo en su trabajo lo demás es una nube lejana . Me ha gustado la claridad , el ritmo y el final de el relato

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  2. A mí, simplemente me ha encantado.

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