Frío letón

Si me como todas estas galletas de canela en forma de muñeco o ídolo prehistórico puede que entre en calor. Porto lana merina sobre el regazo, pecho y hombros y escribo con tinta azul coagulada como sangre. Si revienta la pluma por la pasión con la que escribo la mancha incómoda se absorbería como un oasis en este mar de disfraz de oveja peruana. 

¿A quién besaría debajo del muérdago? 

Me besaría a mí mismo frente al espejo, como Alain Delon en aquella película dirigida por Melville. Podría hacerlo hoy pero no tengo una personalidad tan narcisista: todos lo hemos hecho. Las luces en la ciudad lucen muy kitsch salvo en la calle donde vivo que son muy sobrias y elegantes. Afuera hace frío. No me molesta estando en el interior, de mí mismo. Una clienta me dijo que nevaría uno de estos días. No la creí. Quizás nieve en la televisión. Siento algo de frío en las manos, pero no tiemblan. Hay unos guantes de boxeo sobre la silla. Podrían valer.  Son guantes de cualquier modo. En el portal de Belén no aparece María Magdalena. Yo tampoco aparezco. No estaría mal. La calle es un pesebre viviente llenos de Judas. Yo no sé qué personaje representaría, supongo que el de un árbol. Una vez hice de cruz. No lo hice nada mal. Acostumbro a representar ese papel alguna vez cada cierto tiempo, aunque pienso que es un error hacerse la víctima. La nochebuena se acerca e hiela y estoy guapísimo pero nadie me ve. Me ve Pina, la gata, pero creo que lo hace en blanco y negro.

Si enciendo estas velas puede que entre en calor. Robarán el oxígeno, como plantas que no son de interior. Eso dicen.

¿A quién regalar corbatas, perfumes o videojuegos?

Salí de casa con el objetivo de que un policía me detuviese. Estaba cansado de ser un chico bueno y quería fotos de mis perfiles. Decidido me puse mis mejores galas, aunque luego pensé que quizás la elegancia iba en mi contra. No estaba dispuesto a cometer ningún delito, no forma parte de mi naturaleza. Simplemente quería que me detuvieran por ser yo mismo ¿Por qué era algo tan difícil? Anduve por una calle de lo más transitada. Vi un coche de policía y mis pupilas se dilataron. Intentaba abrirse camino con la sirena al máximo y permanecí haciendo aspavientos con las manos. El coche vino directo hacia mí, bajó la ventanilla y uno de los policías con cara de malas pulgas me dijo: - Caballero, ¿tiene usted algún problema? Mi corazón comenzó a latir por encima de sus posibilidades, no podía desaprovechar aquella oportunidad. Le contesté: - Quiero que me detenga- porque con la verdad siempre hay que ir por delante, eso me enseñaron. - ¿Por qué tendríamos que detenerle? - Tiene que hacerme ese favor. El policía bajó la ventanilla farfullando algo como que tenían prisa, pues iban a cubrir un robo en una joyería. Me vine abajo. Continué por la avenida con la mirada en el suelo y las manos metidas en los bolsillos. Se me venían voces a la cabeza, "tienes cara de bueno, tienes cara de bueno". Busqué en Google la tienda de disfraces más cercana. Entré entre sudores. Di un rodeo hasta encontrar la sección de caretas, de máscaras. Dudé entre la de Satanás, la de Donald Trump y la de Kim Kardashian. Compré una de ellas, pero al salir sólo me quedé con las gomas y me las colgué de las orejas, porque hay que intentar siempre ser uno mismo. Como una de pocas virtudes que tengo es la imaginación, y al volar las gomas de la máscara al viento, crearía mi propia prisión. No tendría que cambiar mucho mi cuarto. El catre estaba hecho. Una manera era detenerme a mí mismo, pues es necesario ser autosuficiente. Pinté las paredes con líneas negras. Dejé un hueco para marcar los días y compré una lima.

"Amantis" por Juan dando

Claudia quiso darle una sorpresa, y bandeja en mano, llevó el desayuno a la cama conyugal cuando descubrió al abrir la puerta que su marido se había convertido en un escarabajo. Pensó que era una excentricidad más de las suyas y mirándole fijamente a los ojillos negros y angustiados, apostilló que iría a dar una vuelta con el Ferrari hasta que se le pasara aquella animalidad transitoria. 

Aún siendo un escarabajo, Pablo hizo un esfuerzo extraliterario y balbuceó algo así como que ya que bajaba podía preguntar en la farmacia por algún remedio para lo que le estaba ocurriendo, pero Claudia ya estaba dentro del ascensor, perfilando sus labios de rojo frente al espejo. Iba a tener una cita con su amante, veinte años más joven.

Claudia decidió esperarle en la puerta del trabajo. Propusieron visitar la tienda de decoración de su amigo Pedro, y embobada en el asiento del copiloto, no pudo evitar dar vueltas a cómo combinaría una lámpara art noveau con un escarabajo. 

Mientras tanto Pablo tuvo una debilidad humana muy rusa: tuvo ganas de jugar a la ruleta. Y aunque en la situación en la que se encontraba, todos los números le parecían malos, anheló vestirse y llamar a su mejor socio, que manejaba muy bien los dados. Pero una tristeza crujiente pesaba sobre él, al menos alcanzaba a ver el cielo a través de la ventana: nada superaba los cielos de Madrid, incluso para un bicho como él.

Atormentada, Claudia no dejaba de pensar en Pablo. Aun siendo un parásito le seguía pareciendo atractivo. Le tenía cariño y nunca había tenido las piernas tan delgadas. Pero ¿¿Cómo iba a embutirse en el frac para la boda de Marta que le había comprado o cómo iba a calzarse los zapatos de Ferragamo que le quedarían mil tallas grandes??

Embuída en sus pensamientos entomológicos, después de discutir con su amante ascendente a Ofiuco, y negarse a ir a comer a un restaurante mejicano, desembocó en el Manzanares. Observaba las olitas marrones en contraste con la misma atmósfera que veía Pablo en su encierro invertebrado: gris azulado. Durante el paseo, Claudia era tan atractiva que todos los chinches de debajo de los puentes querían pegarse a su cuerpo. Le pareció demasiado pedirles consejo sobre lo de su marido. 

El café de la Plaza de la Cruz rebosaba humo de cigarrillos, y en esa espesura descubrió como su joven amante amante de los gatos, ocupaba una de las mesas, abatido, convertido en una mariquita, intentando atrapar una fajita de pollo con sus ocho patitas delicadas. A Claudia no le sorprendió, se estaba acostumbrando a esas transformaciones, pero entendió la repulsa de las mesas vacías a su alrededor, y se lanzó sobre él compasivamente. Se sentó y por no hablar de lo que estaba ocurriendo comenzaron a debatir sobre Mies van der Rohe. 

Pidió un café y un whiskey y al segundo sorbo, Claudia empezó a convertirse en una mantis. En ese precioso instante, en su cuarto de techo alto y lámpara de lágrimas, y después de mucho esfuerzo, Pablo consiguió darse la vuelta y huyó trepando por la pared del palacete.

Armario.

Mi ropa ha cambiado tanto de armario que las camisas, la mayoría estampadas, lamentan estar en fila cada cierto tiempo, no se acostumbran, a cada cubículo nuevo dicen que se agobian al tener que despedirse de sus amigas las baldas. Los zapatos adoran cambiarse y no tener que andar, metidos en cajas o bolsas reposan, pero los pijamas y la ropa interior son muy sensibles y detestan los cambios de olor de las maderas y algo esnobs también son, ya que no soportan el diseño de muchas de las cómodas. Los pocos sombreros que tengo en mi posesión me reprochan que tendrían una vida más estable encima de un espantapájaros y que al menos así respirarían aire puro. Estarán siendo muy desagradecidas las bufandas y los foulards, acostumbro a fardar de ellas, pero exigen siempre estar encima de un galán. Los únicos que me apoyan son los pantalones, siempre tengo la misma talla, nunca me aprietan salvo a veces cuando ven a otros pantalones.

Decidí encender una vela en la Iglesia de las Calatravas porque me dije: voy a cubrir todas las posibilidades de que alguien me ayude. Además, tenía cambio en monedas, había tomado un café olé. El frío azul que hacía intensificó aún más mi deseo de plegaria. Quería prender un cirio, para agotar todas las posiblidades de auxilio, y como ya conocía su cúpula, aumentó mi deseo de contemplarla gracias a la belleza de sus frescos. Al entrar sólo había un fiel, arrodillado, y tapándose la cara con las manos, implorándose a sí mismo. La concha de agua bendita estaba seca y me bendije con lo que parecía ser un poco de café molido que había quedado entre mis dedos. El Cristo de la Cafeína. Fui directo a la sección de velas. Como consumidor sé lo que quiero, incluso en productos metafísicos. Saqué el euro del monedero de oro. Lo introduje en aquella hucha de metal, y escogí una cerilla al azar. No tenía whiskey, no tenía helado de vainilla ni nata, pero al quedarme hipnotizado con la llama no pude evitar por encima de todo anhelar una sola cosa: un café irlandés.