"Amantis" por Juan dando
Claudia quiso darle una sorpresa, y bandeja en mano, llevó el desayuno a la cama conyugal cuando descubrió al abrir la puerta que su marido se había convertido en un escarabajo. Pensó que era una excentricidad más de las suyas y mirándole fijamente a los ojillos negros y angustiados, apostilló que iría a dar una vuelta con el Ferrari hasta que se le pasara aquella animalidad transitoria.
Aún siendo
un escarabajo, Pablo hizo un esfuerzo extraliterario y balbuceó algo así como
que ya que bajaba podía preguntar en la farmacia por algún remedio para
lo que le estaba ocurriendo, pero Claudia ya estaba dentro del
ascensor, perfilando sus labios de rojo frente al espejo. Iba a tener
una cita con su amante, veinte años más joven.
Claudia decidió esperarle en la puerta del trabajo. Propusieron visitar la tienda de decoración de su amigo Pedro, y embobada en el asiento del copiloto, no pudo evitar dar vueltas a cómo combinaría una lámpara art noveau con un escarabajo.
Mientras tanto Pablo tuvo una debilidad humana muy rusa: tuvo ganas de jugar a la ruleta. Y aunque en la situación en la que se encontraba, todos los números le parecían malos, anheló vestirse y llamar a su mejor socio, que manejaba muy bien los dados. Pero una tristeza crujiente pesaba sobre él, al menos alcanzaba a ver el cielo a través de la ventana: nada superaba los cielos de Madrid, incluso para un bicho como él.
Atormentada, Claudia no dejaba de pensar en Pablo. Aun siendo un parásito le seguía pareciendo atractivo. Le tenía cariño y nunca había tenido las piernas tan delgadas. Pero ¿¿Cómo iba a embutirse en el frac para la boda de Marta que le había comprado o cómo iba a calzarse los zapatos de Ferragamo que le quedarían mil tallas grandes??
Embuída en sus pensamientos entomológicos, después de discutir con su amante ascendente a Ofiuco, y negarse a ir a comer a un restaurante mejicano, desembocó en el Manzanares. Observaba las olitas marrones en contraste con la misma atmósfera que veía Pablo en su encierro invertebrado: gris azulado. Durante el paseo, Claudia era tan atractiva que todos los chinches de debajo de los puentes querían pegarse a su cuerpo. Le pareció demasiado pedirles consejo sobre lo de su marido.
El café de la Plaza de la Cruz rebosaba humo de cigarrillos, y en esa espesura descubrió como su joven amante amante de los gatos, ocupaba una de las mesas, abatido, convertido en una mariquita, intentando atrapar una fajita de pollo con sus ocho patitas delicadas. A Claudia no le sorprendió, se estaba acostumbrando a esas transformaciones, pero entendió la repulsa de las mesas vacías a su alrededor, y se lanzó sobre él compasivamente. Se sentó y por no hablar de lo que estaba ocurriendo comenzaron a debatir sobre Mies van der Rohe.
Pidió un café y un whiskey y al segundo sorbo, Claudia empezó a convertirse en una mantis. En ese precioso instante, en su cuarto de techo alto y lámpara de lágrimas, y después de mucho esfuerzo, Pablo consiguió darse la vuelta y huyó trepando por la pared del palacete.
Armario.
Mi ropa ha cambiado tanto de armario que las camisas, la mayoría estampadas, lamentan estar en fila cada cierto tiempo, no se acostumbran, a cada cubículo nuevo dicen que se agobian al tener que despedirse de sus amigas las baldas. Los zapatos adoran cambiarse y no tener que andar, metidos en cajas o bolsas reposan, pero los pijamas y la ropa interior son muy sensibles y detestan los cambios de olor de las maderas y algo esnobs también son, ya que no soportan el diseño de muchas de las cómodas. Los pocos sombreros que tengo en mi posesión me reprochan que tendrían una vida más estable encima de un espantapájaros y que al menos así respirarían aire puro. Estarán siendo muy desagradecidas las bufandas y los foulards, acostumbro a fardar de ellas, pero exigen siempre estar encima de un galán. Los únicos que me apoyan son los pantalones, siempre tengo la misma talla, nunca me aprietan salvo a veces cuando ven a otros pantalones.
Decidí encender una vela en la Iglesia de las Calatravas porque me dije: voy a cubrir todas las posibilidades de que alguien me ayude. Además, tenía cambio en monedas, había tomado un café olé. El frío azul que hacía intensificó aún más mi deseo de plegaria. Quería prender un cirio, para agotar todas las posiblidades de auxilio, y como ya conocía su cúpula, aumentó mi deseo de contemplarla gracias a la belleza de sus frescos. Al entrar sólo había un fiel, arrodillado, y tapándose la cara con las manos, implorándose a sí mismo. La concha de agua bendita estaba seca y me bendije con lo que parecía ser un poco de café molido que había quedado entre mis dedos. El Cristo de la Cafeína. Fui directo a la sección de velas. Como consumidor sé lo que quiero, incluso en productos metafísicos. Saqué el euro del monedero de oro. Lo introduje en aquella hucha de metal, y escogí una cerilla al azar. No tenía whiskey, no tenía helado de vainilla ni nata, pero al quedarme hipnotizado con la llama no pude evitar por encima de todo anhelar una sola cosa: un café irlandés.