Taller de escritura: PERRERA

Soy un perro. Corro entre las faldas de mis dueñas, Ana y Eva, como si fuera un rally. Ellas dicen que soy un cocker spaniel pero en realidad soy un pastor alemán. Siento por ellas un amor incondicional, tan fuerte como el odio que siento por los gatos o los petardos. Todos los días en el parque, me tomo la molestia de no relacionarme con los otros perros y sólo interpretarles a ellas ciertos papeles. Me encanta sonsacarle chucherías a cambio de saltitos alegres e irritantes. Menuda melena me tienen. Hasta me llevan al peluquero. Lo odio. Y al peluquero también. Nunca son sólo las puntas. Lo que más me gusta es quedarme embobado viendo las películas de Marlon Brando en el televisor, nada de llevarles el periódico o las pantuflas. Miro a través de la ventana y los transeúntes parecen transeúntes, pero yo deseo que fueran conejos o codornices. A la hora del té, me relajo cerca de la estufa. A veces, me caen algunas gotas del líquido inglés sobre la lengua y doy vueltas en el jardín, sorteando los arbustos, dando cabezazos a las manzanas que caen, huyendo de las abejas como si huyera de mis propios fans. Todo esto es mejor que estar enredado con mi propia cola. Y aunque el vecino del cuarto diga que soy un encantador cocker, en realidad soy un elegante dóberman. Mi retrato en el cartel de "cuidado con el perro” miente. Yo no tengo esa carita tan adorable y esa lengua tan tontorrona. No quiero vivir más en la ciudad. Fuimos el otro día los tres al campo a casa de unos amigos y escuché entre susurros como Ana y Eva decían que se querían mudar. Mientras vigilaba la conversación, lamía mi pajarita ficticia al cuello y para disimular mi nerviosismo les daba la patita a modo de saludo de rey a cada uno de los invitados. *** El perro de Eva y Ana, Bribón, era insoportable. No lo podían ni ver sus propias dueñas ni los vecinos ni los otros perros ni el veterinario. ¿Cómo un precioso cocker de pelo ondulado de color miel tenía aquellas ínfulas de perro policía jubilado? A diario se les veía a los tres en el parque y se podía observar como Eva y Ana se avergonzaban. Lo llevaban al peluquero porque no paraba de ladrar frente al espejo y dedujeron que sería porque no le gustaba su aspecto. Un perro presumido, pensaron. En las reuniones en casa mordía los cordones de algunos invitados, sólo los de algodón de calidad. Un perro sibarita, resoplaban. Ana y Eva quisieron tenderle una trampa a Bribón y llevarlo al campo para dejarlo al cuidado de un señor amable y bonachón, junto a otros perros que tenía para guardar la finca. Lo que no sabían era que aquel cocker estaba agradecido por tal acontecimiento y que además ese perro era muy buen actor. El primer día de su abandono feliz en la finca, en seguida quiso ser como un cerdo, como una oveja, como la tortuga del patio. Había algo en la reencarnación de aquel cocker spaniel que intentaba salir. Se notaba que quería ganar un Óscar. En su anterior reencarnación, Bribón, fue un notable actor californiano, famoso por sus camaleónicas interpretaciones y se desconoce por qué clase de penitencia cósmica acabó reencarnado en un can en Madrid. Al segundo día, quiso ser todos los electrodomésticos: la tostadora, la lavadora, la nevera. Papeles difíciles para un perro. Un día, Bribón escarbó un hoyo en la arena. Encontró una pieza dorada fenicia erosionada por el tiempo. Lo cazó con aquella boca llena de dientecillos afilados, y clamando, ladrando al cielo, agradeció aquel premio a toda su carrera, pudiendo por fin ser él mismo. ***

TALLER DE ESCRITURA: CASTILLO

Cogió la copa. Sus ojos se abrieron y sus pupilas se dilataron ante el rojo del líquido. Frotó uno de sus dedos contra la fila superior de sus dientes, examinándolos, y la volvió a dejar en la pequeña y baja mesa circular. Se incorporó del diván. Empuñó el caleidoscopio y observó durante unos segundos aquellos colores geométricos. Lo tiró al suelo. Se arrastró por él hasta alcanzar una columna de libros acumulados y reposó su cabeza sobre ellos. Miró el reloj, eran las doce. Suspiró. Sus papilas salivaban. Se dirigió a la cocina y preparó un Bloody Mary. Lo bebió de un trago y su torrente sanguíneo se desaceleró. Miró el calendario y era treinta y uno de octubre. Prendió un cigarrillo y exhaló el humo. Tocó el piano. Sus manos se movían rápido. Recordó al compositor de esa pieza al que conoció hace dos siglos. Bajó la tapa del piano. Se forzó a cerrar los ojos y apretó las manos contra las mejillas. Corrió hacia el portón. Del perchero eligió una bufanda y bajó al sótano. A cuatro patas husmeó por cada rincón. Cazó una rata y la mordió. Absorbió su sangre. Regresó al salón. Cambió de posición cada una de las polaroids que tenía expuestas sobre la pared. Merodeó la mesa donde estaba posada la copa roja. De cuclillas la observaba. Su lengua lamía sus labios. Sus labios se acercaron a ella. Tiró la copa al suelo y bebió el contenido rojo desparramado. Sus ojos soltaron lágrimas. Se tumbó. Su cabeza recordó tiempos en Nueva Orleans y en París. Se incorporó ante una llamada de teléfono. Descolgó mientras acariciaba el espejo. Hablaba y sonreía. Colgó y se dirigió a la ventana. Se precipitó por ella. Planeó con su capa hasta el punto exacto donde se encontraba su amor.