TALLER DE ESCRITURA: FLORISTERÍA
(La invasión alienígena me pilló en la floristería).
Tras deambular frente al escaparate del café de especialidad, del de smash burguers y del de jabones, no pude resistirme a entrar en la nueva floristería.
Desde fuera, la bomba de olor a jazmín, rosas y petunias fue un golpe que me hizo reafirmar que quería comprar unas flores para reconciliarme conmigo mismo.
A través de los ventanales de la tienda pude espiar a dos floristas enredados sobre la mesa en preparar bouquets, yendo y viniendo del almacén para elegir las flores que mejor irían a juego con otras, intentando crear ramos lo más originales posibles.
El sonido de las tijeras cortando los resistentes tallos impresionaban tanto como los sonidos de los tajos en la carnicería.
Pero nada más atravesar la puerta y sonar la campanilla, tuve que parar y cerrar los ojos fuertemente, y mareado, comencé a estornudar y llorar.
No recordaba que era alérgico al polen. ¿Las flores muertas conservan el polen? Pensé.
Pero no era el polen lo que me daba alergia, era a causa de una especie de humo verdoso y fétido que entraba al unísono por las rendijas de las ventanas y las puertas, y que hizo que las flores se pusieran mustias y se secaran al momento.
La floristería quedó en penumbra. Me acerqué tropezando con cada uno de los gnomos de jardín que tenían en fila dirección hacia los dos floristas.
Los tres nerviosos, anonadados, nos agazapamos en silencio debajo de un ficus gigantesco y creamos una trinchera amontonando los sacos de abono y fertilizante por lo que pudiera pasar.
Las plantas carnívoras agonizantes hacían sombras monstruosas sobre las paredes, que resultaron ser finalmente las sombras de tres seres cabezones y radioactivos que entraron igual de trastornados que entré yo a por flores.
Les tiramos bonsáis, maceteros, la caja registradora.
Al acercarse tanto uno de ellos, uno de los floristas le cortó uno de los lánguidos y blandengues brazos con unas tijeras de podar y soltó una baba amarillenta que impregnó nuestras caras.
Aprovechando aquel grito supersónico, pillamos por banda azadas y rastrillos del almacén.
Yo dentro de los nervios que se pueden tener ante una invasión alienígena cogí varios sobres de semillas, los abrí y se los lancé a cada uno de ellos como si fueran balas y ante nuestros atónitos ojos comenzaron a brotar instantáneamente sobre sus cuerpos girasoles, hortensias, claveles y rábanos, ahogándoles e inmovilizándoles.
Los golpeamos con la delicadeza de un cactus, les podamos los miembros y los atamos juntos con cintas de regalo.
Salimos de la floristería espídicos, con heridas de cortes de espinas de rosas, dispuestos a plantar y a hacer bouquets de más extraterrestres con nuestros bolsillos llenos de simientes.
(Imaginé que el resto de establecimientos se estarían defendiendo también con sus hamburguesas, sus cafés y sus jabones) .
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