El sudor son lágrimas De tristeza cuando estás solo De alegría cuando estás con alguien Cuerpo a cuerpo el sol no importa Porque el eclipse de la carne Enfría después de la ducha Los termómetros ardientes Un oasis de besos Un desierto de arena de caricias Las extremidades de dunas Los ojos de lunas llenas Que iluminan de blanco El reposo rojo Igualar los grados de los labios Ser el helado derretido del otro Ser tu medio abanico Tu medio ventilador Tu medio botijo El sudor es lluvia En el mes de agosto El olor a hierba mojada, tu aliento Una tormenta ha pasado Los rayos no nos alcanzaron Han sido abatidos por las yemas de nuestros dedos tocándonos

"Invocación Cheetos Pandilla Drakis"

Nunca he visto un fantasma. Y no sé si me gustaría, hay muchos humanos que lo parecen, es como si estuviera hecho. Una noche de luna llena, bronceándome lánguido en mi cama, noté como mi estómago había metabolizado los torreznos de la cena con amigos. Las cortinas azul turquesa bailaban fantasmalmente por la brisa y mi ombligo bajo la luz blanca era más marmóreo ¿Qué comes cuando te entra hambre a las 3:33? Intuía que los espejos de la casa querían decirme algo. Los sonidos que producía mi estómago se comunicaban conmigo por morse (— · — · / — — · — / — ·) Me asusté cuando algo crujió en la despensa. Prendí la vela y me incorporé para hacer un propio House Tour lúgubre y culinario. Fui al baño y el reflejo de su espejo pareció que me dijo: patatas. Intenté descifrar el mensaje adecuadamente. En el congelador había una bolsa de patatas gajo, pero no tenía aceite. Al abrir el congelador la temperatura bajó drásticamente. Y los botes de salsas comenzaron a vibrar de la nada. Estaba seguro de que no fue por el impulso pasional de electrodoméstico conocido. La despensa era como entrar en el castillo del conde Drácula. El perrito del vecino aullaba. La puerta de madera de la despensa crujía como portón antiquísimo. Guisantes, latas marítimas, botes de cristal de arroz y pasta. Mi cara se deformaba sobre sus reflejos. Descubrí como si encontrase un sarcófago una bolsa de Cheetos Pandilla Drakis. Al abrirla, el aire que contenía silbó al espacio espectralmente. Me metí en la boca primero un fantasma, luego un murciélago. Los ojos se me pusieron en blanco. Parecía que levitaba y me daba la impresión de que mi cabeza giraba sobre sí misma para volver a mirar hacia la luna. La textura crujiente y el sabor intenso a queso de los espíritus de Matutano que salían de aquella bolsa despertaban a los espíritus de los vecinos de las catorce plantas dándoles hambre. No fue necesario llamar a ningún exorcista ni a ningún kiosquero. Me comí toda la bolsa de una estacada y caí rendido como si lo hiciera sobre una tabla de madera de un barco hundido, acompañado de tiburones que degustaban ositos Haribo.

"Yo, Claudio Ancelotti"

Ayer un buen amigo me invitó a su casa para ver el partido del Mallorca - Real Madrid. Me llevé en la bolsa de pan un par de libros de poesía de Catulo por si acaso. Pero me enganché al partido rápidamente. Aquella televisión de pantalla gigantesca me hipnotizó como Medusa. Y volvieron a mi ser todos los conocimientos sobre fútbol que había acumulado durante toda la vida. Tuve que morderme la lengua para no comentar sobre todo lo que se me venía a la cabeza. Pero tampoco concibo ver un partido de fútbol en silencio como si vieras una película de Bergman. Con una porción de pizza hawaiana en una mano y en la otra una copa de Protos pensaba: corred para mí. Como si yo fuera un emperador romano en el circo. Vinicius me fascinó como el mejor gladiador. Aposté con mi amigo el resultado, amarrada mis manos a todos los amuletos que había comprado en Emérita Augusta rezaba a Zeus para que yo ganase. Los comentaristas no incomodaban tanto como imaginaba. Ancelotti no paraba de mascar chicle y saqué de mi bolsillo mi roller boomer. Yo hubiera preferido como central del Madrid a Apolo, a Mercurio como defensa y a Ares como portero. Y como árbitro a Poseidón. Comencé a ver la pelota como una piedra del siglo I. A mi amigo le estaban saliendo debido al empate del Mallorca, cuernos de fauno, y a mí viendo que ganaba, una tiara de oro. Las palomitas me sabían a alcaparras. Y en el banquillo veía sólo leones suplentes. El ventilador hacía ondear mi toga y temí que la Fanta de naranja que me ofreció mi amigo tuviera una intención de envenenamiento. Después de los noventa minutos antes de Cristo, yo me acerqué mucho más al resultado final que mi amigo. De la tensión estaba muy sudado y deseé tener unas termas cerca. Pero de vuelta a casa pillé un taxi como si fuera encima de Pegaso y reposé la cena en mi lectus triclinaris habiendo dejado a mi amigo en su casa rabiando de frustración ya que era del Madrid, sin sentir su cuerpo, como si fuera un busto de mármol, y luego como me dijo por WhatsApp, petrificado en la cama como una escultura de ceniza de Pompeya.

"Tramitación arcoiris"

Cuando entré brillante por la puerta gris del oscuro despacho vestido con una camiseta amarillo fluorescente, la funcionaria mayor de gafas terracota que llevaba toda una vida sentada en aquella silla mullida, raída y marrón, no pudo más que abrir sus ojos como huevos fritos de puntillas ocres y quedarse muda plomo ante mi elección cromática: ella iba vestida de negro desde 1980 y no por viudez. Era verano salvo en aquel despacho en el que parecía que siempre fue otoño corinto. Las cortinas eran granates, la alfombra ceniza y yo estaba más que bronceado. No entendía por qué no podía saltarme el protocolo del azul marino y el blanco para un simple trámite estival. Su aura era verde botella y la mía verde gusanito. Yo no hacía daño a nadie, salvo a alguna retina sensible, yo no quería deslumbrar a la gente, al menos no por aquella razón. Me entregó los folios marmóreos para firmar y me pasó su boli negro para hacerlo, no fuera a intentar firmar con uno de aquellos bolígrafos de cuando éramos pequeños que contenían todos los colores. Al terminar de hacer mis autógrafos de tinta lúgubre pero de sombras anaranjadas, paralizado ante el examen multicolor de aquella funcionaria del Estado, tardé una eternidad en decidir en qué momento levantarme con el miedo a que mientras me marchase, reparara en que mis pantalones eran de color rosa fucsia, mi foulard, verde lima y mis zapatos, rojos carmesí.