Peluquería II.

El pie del peluquero presionaba la palanca que hacía subir poco a poco mi asiento frente al espejo y que marcaba los segundos de silencio incómodo. Me preguntó mi nombre y yo siempre había querido llamarme Mario. Mi diagnóstico era el siguiente: crecimiento de pelo en la nuca alto, entradas incipientes, cabello lacio. Quería que desapareciera de mi fantasma aquella melena de Cristóbal Colón. Pedí que mi cabeza quedase con el menor pelo posible pero se negó. Debí aprovechar para relajarme, pero no lo conseguía: las venas de mis sienes palpitaban al ritmo de la electrónica y estaba cegado por los focos. Yo no paraba de hablar. Le dije que no creyera que porque estaba moreno era una persona feliz; y que suponía que la fidelización del cliente era fundamental para sostener su negocio. Explicó lo que me haría y yo no le entendí muy bien. Recuerdo algo de capas internas y externas. Le dije sorprendido que era como hacer escultura aunque en el fondo pensaba que era como hacer jardinería. A mi cuello se le exigía ser como el de un maniquí. Mi cara a veces quedaba enrejada por el flequillo y en otras mi frente brillaba monstruosa. De repente, las tijeras saltaron de sus manos al suelo. No importaba. Yo estaba cruzando el espejo para ir al otro lado. Llaman al teléfono y me quedé solo con un moño y torturado por unas horquillas. A la vuelta su cepillo saltó de sus manos al suelo. No importaba, yo también había tomado mucho café y no conseguiría dibujar un círculo perfecto. De repente, la laca nubló mis ojos. Por supuesto que pensé en la capa de ozono. Me dijo que ya estaba, que estaba muy guapo, que era como James Dean. Cuando llegué a casa para borrar toda firma de mi cabeza y cuando desnudo en mitad de la ducha se cortó el agua caliente, más bien me sentí como James Dean al que le había caído un cubo de agua que había sido colocado estratégicamente en el quicio de la puerta.

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