Chándal (oveja negra)

"Chándal" (oveja negra) Siempre me ha gustado la moda y siempre me gustará. Unos dicen que es un arte, otros que expresamos a los demás a través de cómo nos vestimos cómo somos, otros que es importante simplemente porque es funcional y nos protege el cuerpo, y otros aunque pasen de ella y vistan en contra de las tendencias, la utilizan para manifestar que están en contra. La tercera vez que fui consciente de que me divertía fue cuando de preadolescente me encajaba las doctor Martins en mi informe de BoyScout, la segunda cuando impuse que si no tenía unos zapatitos de charol negros con cordones no hacía la Comunión y la primera cuando con 6 años tuve mi primer chándal, o al menos recuerdo que fue el primer chándal que adoré y que ahora recuerdo. Era azul cobalto y en la parte del pecho estaba estampada una secuencia de ovejas blancas y una negra. Me encantaba. Me sentía diferente, cómodo y elegante. Supongo que creía que de aquel grupo, yo era la oveja negra. Cuando íbamos al campo, me visualizo corriendo solo, subiéndome a las peñas, disfrutando del silencio o simplemente del ruido de la fricción del pantalón de chándal contra las plantas, evitando las orugas. Para mí esas carrerillas eran excitantes e importantes y me sentía por primera vez libre. Luego volvía a la barbacoa, exhausto y asalvajado, sin que ningún miembro de mi familia supiera el trance existencialista que acaba de vivir. Yo simplemente agarraba mi bocadillo de panceta y lo devoraba. Siempre me ha gustado la moda, y también escribir y pintar desde pequeño. Nunca olvidaré también otro de mis grandes momentos de estilismo: cuando vinieron a grabar el programa de los Gallifantes a mi cole y me escogieron y tuve que describir que era para mí "un abuelo", "un avión" y "un helado" ataviado con mi segundo look favorito: una sudadera con todos los personajes de Peanuts, en el que yo por supuesto, era Snoopy.

¿Qué fue primero el huevo o Juan Dando?

Han cancelado la celebración de conciertos en el Bernabéu. Probablemente afecte a mi creatividad a la hora de escribir microrrelatos. Muchos encuentran la inspiración en la naturaleza, el amor o el paso del tiempo. Pero siendo vecino del barrio y haberme visto envuelto en los ambientes postconcierto, ando un poco nervioso. Me he transformado ya en Taylor Swift, Luis Miguel y Manuel Carrasco, entre otros. Quizás debería transformarme ahora para escribir simplemente en Courtois, Carvajal o Brahim. A pesar de ser del Atleti. O estaré condenado en transformarme en mí mismo. Reflexionando sobre ésto, fui al baño a enjabonarme la cara con Avène Gel Nettoyant. Me vi como un huevo frito en el reflejo. La nariz como yema. La espuma como clara. Me entraron ganas de echarme unas gotas de vinagre y un poco de pimentón de La Vera. Y de pringar pan sobre mi rostro. Sólo tenía de molde. Las patillas ejercían de bacon y las cejas de puntillitas. Si ya no había artistas invitados cerca de mí, supuse que transformándome en un huevo frito podría matar mi hambre de escribir. La parte del huevo en mi corazón estaba revuelto. Y los ojos duros. Y la mente Benedictina. Mi estudio olía a corral. Y la cafetera parecía controlarme como un gallo. Había quedado a la noche siguiente para ir al cine, y mi dresscode en ese momento era de brunch. Calcio, hierro, potasio, zinc, manganeso, vitamina E y folato los incluiría entre los once del Real Madrid. La tensión arterial mejoraba a cada frote de mis mejillas. Deseé estar escalfado en una tumbona o poniéndome guapo Fabergé para ir a la ópera. Pero llegaba el otoño, así que me tumbé en la cama, cansado y satisfecho después de una jornada laboral intensa y me convertí en una esponjosa tortilla. Soñé con patatas.

Poso

Ante la pregunta a sí mismo, utilizó el poso que quedó en el fondo de la taza como bola de cristal. Los restos de azúcar sobre aquella luna marrón de café cuarto menguante eran como estrellas luminosas. Esto era un signo de esperanza y a la vez de visita al dentista. Antes de nada, aquella forma, le pareció bonita. Pensó que significaba que tenía buena genética y que la tendría en el futuro. El café sobrante estaba realmente adherido a la vajilla, sería consecuente con todo lo que hiciese, casi quedaba un pequeño sorbo, todavía quedaba algo que decir. Claros oscuros, como diluidos en témpera. Visualizó un inevitable futuro artístico. La gama de marrones era mayor que la del arcoiris, al menos más de siete amantes. Al mover la taza, se deslizaron algunas gotas, serían algunas lágrimas, seguramente de alegría. Al estabilizar el poso, pareció crearse una especie de entramado líquido de ramajes de árboles al alba destilando rocío: momentos de paz en la naturaleza. La mañana avanzaba y el croissant le miraba de reojo. Un emoticono de cara sonriente se dibujó en el poso: próximos buenos amigos digitales. Simuló tirarle un beso: el café sería fuente de amor y de inspiración creativa.

Telequinesia

No tengo un perrito para enseñarle a traerme las pantuflas al llegar a casa cuando me descalzo sofocadamente en el sillón. Por eso concentré mi mente al máximo en mi posible deseo y las zapatillas de estar por casa de estampado escocés se arrastraron al principio a trompicones y luego precipitadamente hacia mí. Tampoco me sorprendió tanto, y por tanto, aproveché para pensar de nuevo en traer sin moverme y como si fuera un militar en pruebas, la botella de agua fresca hasta mis pies. Ese día estaba en racha, pero no me veía con la suficiente energía para preparar sólo con mi mente y sin levantarme del sillón, una Cocacola con hielo y limón. Vi apoyado en la mesa el periódico del día y me acordé que tenía que recortar algunas palabras para un collage. Cerré los ojos como chinescos y las tijeras volaron como golondrina hacia mi regazo y el periódico aterrizó a mi vera como un zepelín. Estaba claro, que era el Mary Poppins del barrio. El mechero encendió independientemente uno de los cigarrillos y llegó a mi boca. Los cajones se abrían y se cerraban preparando la ropa para el día siguiente. Simplemente con visualizar cómo se destendía la ropa interior del tendedero, saltaron por los aires las pinzas. Me vine arriba e imaginé, ya más relajado en mi asiento de orejas, que aquella cafetera que utilizo como modelo, fuese en realidad la lámpara del genio. Y que podría pedirle tres deseos. Quizás no fuese el Aladdín del barrio. Llamaron a mi puerta, tuve que levantarme. Era el vecino. Juraría que no había deseado que apareciera, al menos telepáticamente. Me pidió que si podía mostrarle algunos dibujos de cafeteras, y que qué precio tenían. Fruncí una de las cejas fuertemente barruntando mientras le invitaba a entrar, que quizás le habría pedido a aquella moka, que permanecía muda y casi sonriente, tres cosas: amor, arte y dinero.