"Las señoras que se cuelan en las salas de espera del médico son peores que las señoras que se cuelan en las colas de los supermercados"

Yo iba mejor vestido y elegante que nunca. Francisco Javier, mi médico, se lo merecía, quiero decir, que yo quería que se sintiera orgulloso de verme bien después de todo. Hacía tiempo que no lo veía. En la sala de espera, cruzadas las piernas y reposada la espalda adecuadamente en la silla por una vez en mi vida, lo que parecía ser una adorable ancianita se sentó frente a mí. Yo la sonreí como diciendo buenos días. Iba tan cargada de papeles que creo que no consiguió verme. Los pacientes iban desfilando según sus nombres, como cuando en el colegio pasaban lista. De todos, los nombres que más me gustaron fueron Félix, Tomás, Arturo y Aurora. Al percatarse la susodicha ancianita de mi existencia, fijó sus ojos acuosos sobre mí y me preguntó si dentro estaba el Doctor Francisco Javier, y yo le dije que creía que sí, y que sí era necesario un ticket de refuerzo para la cita, y le dije que creía que también pero que no se preocupase que probablemente no le fuera necesario (si era tan encantadora como se suponía que era). Yo continuaba elegante pero no medí bien la temperatura de la sala y comencé a quitarme ropa progresivamente cada diez minutos. Mi hora se acercaba, ni siquiera podía continuar leyendo el libro que llevaba como complemento. Mi outfit comenzaba a asalvajarse ante la divertida mirada de la sala. Llevaba veinte minutos de retraso. Admiro mucho a los médicos. Le entendí. Y me entretuve escuchando con oído fino las llamadas telefónicas que Francisco Javier realizaba con su voz dulce y melancólica. Esa misma mañana me había quedado sin leche para el café y bajé de urgencia al súper antes de ir al médico. Fui tan puntual en la apertura como otra adorable señora que portaba lazos gigantescos, tanto en su pelo como en su chaqueta como en las puntas de sus zapatos. Pensé que nadie tan enlazada podía ser mala persona, que sólo podía ser simplemente un regalo. Los cajeros estaban en orden. Haciéndome el guay aproveché para coger un pack de seis litros de leche en una mano y seis litros de agua en la otra. Cuando tan puntuales fuimos la señora enlazada y yo al llegar a la caja, ella no había hecho la compra mensual, pero su carro parecía un árbol de Navidad de embutidos, frutas, verduras y productos de limpieza y limpieza facial cuidadosamente escogidos. Yo tenía prisa y además había llegado a la meta antes. Supongo que los lazos eran la excusa para no verme. Se coló y esperé quince minutos haciendo pesas rojo de rabia y de tan poca compasión. Spoiler ya anunciado en el título: la anciana de la sala de espera también se coló. Tenía cita para tres horas más tarde pero sibilinamente mientras el Doctor abría la puerta, se deslizó mucho más rápido de lo que se podría esperar, y mareando al personal ante esa jugada de ratón, se adentró en la consulta. Rebosante de ira y de desesperanza por la tercera edad y con la melena como la de un director de orquesta, llegó mi turno y Francisco Javier me preguntó si me encontraba bien, que qué me ocurría. Yo le contesté: Doctor, las señoras que se cuelan en las salas de espera del médico son peores que las señoras que se cuelan en las colas de los supermercados.

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