«Mato a La Muerte»

Cuando se me apareció La Muerte le dije: no sé jugar al ajedrez. Le dije: ese total look de negro te hace realmente delgada. Me había pillado con una camiseta amarillo flúor. ¿Venía a por mí de esa guisa? No estaba preparado. Estaba seguro que me iba a tocar La Primitiva de esa semana, había hecho un trabajo intenso de numerología. Me pareció de mala educación que se presentara sin avisar. No tenía Casera en la nevera. Mis padres ni siquiera habían muerto. ¡La Muerte me tenía manía! Es verdad que había estado escuchando los discos de Nirvana, había visto la noche anterior un documental sobre Natalie Wood. Pero, ¿Era realmente necesario? Al día siguiente tenía cita con la dentista. Le eché en cara a La Muerte que estaba pendiente de pagar dos implantes dentarios. ¿Iba a morirme a medias de una sonrisa espléndida? Le dije, siéntate, tranquilízate, te traigo un vaso de agua. Muda, se relajó entonces en el chaiselongue. Aproveché para pensar: ¿Qué podría matar a La Muerte? ¿Jägermeister? Le dije: ¿Te preparo unos huevos fritos? Asintió. ¿Y un café con leche? Levantó el pulgar. Decidí entonces cargarme a La Muerte envenenándola con un brunch. Pero no hubo manera. La tía se lo comió todo sin efectos. Entonces, tuve una idea. Saqué mi portfolio de papiercollé de la serie de cafeteras. Las miró con extrañeza mientras sorbía el último poso. Me propuso elegir entre seguir viviendo con aires de grandeza o morir en ese momemto y alcanzar una posteridad encumbrada dentro doscientos años: elegí lo primero. Cayó fulminada de inmediato quedando solamente su sombrero de alas español.

"Kojak"

Ayer después de una jornada laboral de rebajas intensa, al coger el metro y sentarme en el andén de la estación de Manuel Becerra, que considero el purgatorio, un chico se sentó a mi lado antes de coger el metro. Estaba a punto de llorar. Llevaba una camiseta de la selección de Argentina, y supuse que. No paraba de mirarme de reojo como diciendo: observo tus zapatillas Vans rosa chicle y me emociono. Era el radar gay. El séptimo sentido. Todos tenemos problemas. Es la vida. Pero el metro nunca llegaba y se hacía insoportable esa boca a punto de sollozar. Decidí no decir nada. ¿Por qué iba a meterme en su vida y preguntar, aún estando en el purgatorio, por qué se sentía así? Al llegar los vagones y entrar, abrí mi libro de Knut Hamsun para demostrar mi falsa indiferencia. Bajamos los dos en Nuevos Ministerios, y al subir las escaleras mecánicas que dirigían al exterior desde el submundo, reparé definitivamente que me seguía. Si rompía a llorar, lo asistiría. Sentía la tensión en la nuca. Al salir de la boca, me giré y le dije: qué te pasa, no estés triste. Me puse tan nervioso que introduje mi mano en el tote de piel de cordero buscando algo que pudiera calmar su desasosiego. Sólo encontré un chupa-chups Kojak. Se lo entregué como si fuera un ramo de rosas. Él me sonrió plenamente, con una ristra de dientes de brackets plateados, e iluminándose su cara, me respondió: gracias, de verdad

🌩️

🌩️"Siempre que me preguntaban de pequeño qué quería ser de mayor, yo siempre respondía con un aire de seriedad: QUIERO SER EL CHICO DEL TIEMPO" El tiempo la verdad no era un tema que me interesara demasiado en aquella época, pero mi nivel de vanidad desde niño era tan terrible como una lluvia monzónica. Los pocos minutos en la televisión que ocupaba el parte metereológico eran de lo más breve y relajante. Los chicos y chicas del tiempo me parecían de lo más simpático, educado y elegante. Hacían volar mi imaginación. ¿Cómo serían aquellas ciudades sobre las que aparecía una nube con un relámpago? Yo quería controlar el cielo de aquella manera, informar sobre cómo debería vestir la población durante la semana y fantaseaba con poder decir algún día, que en Cáceres, vaya pena, iba a caer una tormenta tan grande, que los niños no tendrían que ir a clase. De pequeño no quería ser como Emilio Butragueño, ni como Espartaco, ni como Miguel Bosé, yo quería ser como José Antonio Maldonado.

Mensaje en una botella

Nunca me había pasado ésto. Siempre hay una primera vez para una primera vez.Tuve el océano de la playa para mí sólo. Ni un sólo alma estaba dentro del mar. ¿Los peces tienen alma? Había bandera verde, tampoco era tan temprano, el color del agua estaba tornando progresivamente a turquesa. ¡Yo soy friolero! ¡Ni mi hermana sirena se atrevió! El agua estaba buenísima, un poco fría, lo justo, perfecta. En el equilibrio está la virtud. Y en las frases hechas. Y en los clichés a veces. Los pocos estaban en la arena, abrigados. En verano vestimos muy mal. Con el calor somos más elegantes desnudos. ¿Qué me quería decir el mar? ¿Quería jugar conmigo? Yo si con él. Las olas de acantilado a acantilado exclusivamente para mí, erosionando y exfoliando mi cuerpo como una piedra que quedaría elegante como pisapapeles. Nadé a crol, a rana. Me hice el muerto. Con esa visión del cielo en horizontal acompañado de una especie de silencio absoluto fui feliz por un instante. No pensé en castillos de arena, no pensé en crema solar, ni en cometas, ni en tiburones, ni en Magnums de chocolate almendrados. Era una botella a la deriva con un poema de vísceras dentro. Era como estar en la barriga de mi madre, y ella, era como el mundo.

Encapsulado vivo

Todo comenzó una mañana como una broma de buen gusto. Mi cuñado me encerró en una cabina donde había silencio absoluto. Desde fuera, él me hacía señales como diciendo, grita. Sentí cierta paz, en aquel puesto de trabajo insonoro. Me hubiese quedado allí encapsulado mínimo algunas horas. Pero lo que empezó como un juego continuó como algo que aumentaba en su extrañeza. Enseguida, acompañé a mi sobrina a clases de costura y al entrar al edificio ella prefirió subir por las escaleras y yo decidí introducirme en aquel ascensor, mínimo, para una persona. El taller, estaba en un décimo pero a mí me pareció que estaba en la estratosfera. Salí sudando, di un beso de despedida a mi sobrina y volví a aquella tumba en movimiento, que soporté con los ojos cerrados y rezando oraciones que ni siquiera recordaba. Me llevaron al centro comercial en un coche de dos plazas y después de cazar diez prendas al vuelo me introduje obligado en un probador de cortinas de terciopelo demasiado pesadas y asfixiantes. Semidesnudo y rojo, todo me quedaba grande. Parecía una celda. Era un Juan de Arco bajo una montaña de pantalones cargo. Me metí en la ducha nada más llegar a casa. Las mamparas parecían achicarse y el olor a gel vainilla se hacía cada vez más intenso. Podía verme reflejado en el espejo del baño, una mancha desnuda color carne, pasada por un filtro de cristal ahumado. Llevaba todo el día de cápsula en cápsula y eché de menos correr por un campo floreado. Pensé que sería buena idea bajar a aquel parque más cercano a pasear a pesar de estar todavía húmedo. Uno de mis sobrinos quiso acompañarme, me hizo ilusión. Lo que no me hizo tanta, después de llegar a la cima de una de las pequeñas montañas, fue que me mirara con aquellos preciosos ojos suplicantes y me dijera: vamos a montar en el teleférico.

Agua Bendita

Hoy una de mis hermanas, mientras dábamos un paseo, me dijo que si quería entrar a una iglesia a rezar para que nos fuera todo bien por si acaso. La iglesia en cuestión en su exterior era tan bonita, tan antigua, tan blanca marmórea, tan imponente, tan sobria, tan pura en sus columnas, tan delicada en sus escalinatas, tan solitaria en la puerta y en su cruz en lo más alto, tan reposo de paz, con, imaginaba, frescos tan impresionantes, con esculturas tan bien restauradas, con tumbas de gente tan importante dentro, con bóvedas, visualizaba, tan de cañón, tan fuerte después de terremotos e incendios, tan hogar de desamparados, con una campana tan gigante, un órgano tan bien afinado y unos monaguillos tan simpáticos, que me puse triste y le dije: no, no quiero, mejor vayamos a sentarnos frente al mar.

Clarice

Ni las deliciosas tortitas con miel y fresas del desayuno distraían mi única obsesión aquellos días: leer las Crónicas de Clarice Lispector. Al salir de compras, al centro comercial, la música machacona sólo me recordaba que no quería escuchar aquello sino el ritmo de sus relatos, densos y ligeros, profundos y superficiales al mismo tiempo. No compraba nada, no tenía ánimo para gastar, quería gastar tiempo con ese libro enorme y pesado como un gato en el regazo. Ni siquiera el viento que provenía refrescante y revoltoso del Atlántico me parecía tan brillante. No me importaba leer en el cuarto de invitados, en una esquina del salón como si estuviera castigado, en la cocina frente a la olla express a punto de explotar, en el armario de las bicis. Querían que fuéramos al cine, ni el cubo de palomitas más grande podría competir con la necesidad de hacer volar mi imaginación con Crónicas. No sé si las vacaciones familiares se irán al traste por mis ojos ausentes pensando en Recife ante los recitales de piano. De repente, estoy enamorado de un libro. ¿Es posible? Es extraño, pero también estoy enamorado de un edificio, del Edificio Centro, en el número 11 de la Calle Orense de Madrid.

Pistola de chicle

"Pistola de chicle" Jamás nadie pensó que llevaba una pistola en la cesta de la compra. Alguien tan delgado, cargando una bolsa tan pesada, en este caso hubiera parecido que llevaba varias, pero sólo llevaba una. Guardó el chuletón junto al arma y el kilo de melocotones. ¿Cómo alguien que no miraba las fechas de caducidad podía tener como complemento un revólver Smith & Wesson calibre 38? Al llegar a casa con disparos, diseñó un colador para la pasta, las patatas fritas las cortó panaderas a balazos, mezcló los ingredientes de la ensalada a tiros. Tenía una pistola para todo menos para matar, cazar o amenazar. Era un recuerdo familiar. El único objeto personal que tenía de su abuelo. Siempre la llevaba encima. Si la herencia hubiera sido un reloj de pulsera también lo hubiera llevado todo el rato. Dormía con ella debajo de la almohada por si esa noche le atacaban los mosquitos. Siempre formaba parte de los bodegones en los desayunos. Era la persona menos violenta del mundo, pero era muy práctico. Le pegó unos stickers de Snoopy para decorarla. En las citas, el bulto en su bolsillo siempre parecía muy interesante. Una noche, al volver de una cena con sus amigos, dos hombres intentaron atacarle. Sólo tenía, además de la pistola, dos paquetes de chicles. Se metió en la boca doce, ante el estupor de los ladrones, e hizo un pompa enorme que explotó en las caras de los malhechores por cercanía, y los quedó sin visión, huyendo, pesándole mucho la pipa, pero mucho más, las mandíbulas.

Panza

No es demasiada, no es poca, es perfecta, un poco Budda, un poco Quijotesca, algo mullida, algo peluda, un tanto de burro, un tanto de abeja, más bien blanca, ligeramente negra, un rato divertida, un rato calenturienta.

Cucharillas de postre

No soy un ángel pero lo cursi de tu cama en forma de nube y cabecero de aureola me endiabla pero no es suficiente comparado con el mar asomado por la ventana para vigilarnos ni somos tan fuertes como el faro que aguanta los choques de las palabras que ahorramos y que explotarán en algún momento de oro y nos sepultará, la gota que rebosa la mesilla, las colillas en los vasos lo único limpio es el espejo, lo único pulcro el marco coleccionas dibujos y yo colecciono compradores para los míos A las cuatro de la mañana todos los cuadros son negros, mis ojos abiertos deslumbran lo nuestro, me refiero al amor que dura poco al amor en el que el tiempo se estira y el espacio de los cuerpos se expande para hacernos pequeños, abrazados, como dos cucharrillas de plata juntas después de haber compartido un postre.
Ronca tanto que supera el nivel de decibelios del Bernabéu. No hay tapones ni música metal que pueda disimular esos rugidos de león soñador. ¿Roncaré yo también? ¿Compondremos durante la madrugada, sin darnos cuenta, una sinfonía? Soy barítono. No encontré nada más efectivo que una pinza de color rosa y se la puse en la nariz. Nada. Debe ser tambien fakir. Le quiero, pero tendría un trabajo extra como bocina de bomberos. Intento que se duerma lo más tarde posible. Le leo novelas de Agustín Fernández Mallo que son tan malas y petulantes que es imposible quedarse dormido. Me he ido a dormir al sofá, al trastero, he dormido encima del frigorífico. Puede que lo denuncie a la policía. Tengo entendido que a partir de las doce no se puede hacer ruido. Sus ronquidos son peores que los petardos. No hay ni un sólo perro o gato callejero a la redonda. Le quiero, pero no puedo dormir con él, tendría que contratar noches en el piso turístico de al lado. Pero me niego a ser un turista en lo nuestro. He grabado sus ronquidos y me los he puesto como alarma para el despertador. Lo único bueno es que mi creatividad también se despierta. Agarro todas las hortalizas y frutas de la cocina y le planto un cuadro de Giuseppe Arcimboldo en la cabeza.

"Si dices tres veces Taylor Swift frente al espejo se te aparece"

Después de dos días de conciertos, me dirigí al baño en la tercera mañana, para afeitarme, cosa que hago cada dos días también. Me sorprendió que mis labios lucían prominentemente muy rojos, como si durante la noche los hubieran estado coloreando con una de aquellas barras de labios Rouge Dior. Supuse que aquello era debido a que estaba enamorado y la sangre demandaba dentro de mi cuerpo. Hasta la semana pasada que yo supiera, tenía canas, pero mi melena, esa peluca que mis padres me han dado, era rubia. Era rubia. Durante la noche había estado investigando sobre Yves Klein pero tampoco tanto como para amanecer con los ojos azules. Había conciliado el sueño con un pijama de Marks & Spencer de rayas diplomáticas y al alba llevaba un maillot de lentejuelas. Me pregunté si realmente alguna de mis hermanas en Navidad me había regalado unas botas de tacón hasta la rodilla en lugar de un perfume. La luz de techo del baño se había convertido en una bola de discoteca que emanaba destellos rosas, amarillos y violetas. No me vi mal, me vi hasta favorecido. Siempre me pareció una estupidez eso de que las rubias son tontas. Mi mejor amiga del colegio es rubia y es una respetada médico. Abracé con naturalidad mi nueva realidad. Hasta que no tomo mi primer café no soy persona. Estaba mirándome en el espejo como un tonto cuando sonó el teléfono. Habitualmente es Vodafone, pero ante tanta extrañabilidad lo descolgué y resultó que me iban a mandar un vestido de Versace. Me había quedado sin leche para el café. Ni corto ni perezoso bajé por las escaleras (vivo en un décimo) con cuidado para no caerme con los tacones. En el portal una marabunta de fans se amontonaba para pedirme autógrafos, o arrancarme un mechón de las extensiones. Yo les gritaba: ¡Traedme seis litros de leche semidesnatada Pascual y no peluches!