«Mato a La Muerte»

Cuando se me apareció La Muerte le dije: no sé jugar al ajedrez. Le dije: ese total look de negro te hace realmente delgada. Me había pillado con una camiseta amarillo flúor. ¿Venía a por mí de esa guisa? No estaba preparado. Estaba seguro que me iba a tocar La Primitiva de esa semana, había hecho un trabajo intenso de numerología. Me pareció de mala educación que se presentara sin avisar. No tenía Casera en la nevera. Mis padres ni siquiera habían muerto. ¡La Muerte me tenía manía! Es verdad que había estado escuchando los discos de Nirvana, había visto la noche anterior un documental sobre Natalie Wood. Pero, ¿Era realmente necesario? Al día siguiente tenía cita con la dentista. Le eché en cara a La Muerte que estaba pendiente de pagar dos implantes dentarios. ¿Iba a morirme a medias de una sonrisa espléndida? Le dije, siéntate, tranquilízate, te traigo un vaso de agua. Muda, se relajó entonces en el chaiselongue. Aproveché para pensar: ¿Qué podría matar a La Muerte? ¿Jägermeister? Le dije: ¿Te preparo unos huevos fritos? Asintió. ¿Y un café con leche? Levantó el pulgar. Decidí entonces cargarme a La Muerte envenenándola con un brunch. Pero no hubo manera. La tía se lo comió todo sin efectos. Entonces, tuve una idea. Saqué mi portfolio de papiercollé de la serie de cafeteras. Las miró con extrañeza mientras sorbía el último poso. Me propuso elegir entre seguir viviendo con aires de grandeza o morir en ese momemto y alcanzar una posteridad encumbrada dentro doscientos años: elegí lo primero. Cayó fulminada de inmediato quedando solamente su sombrero de alas español.

No hay comentarios:

Publicar un comentario