Encapsulado vivo

Todo comenzó una mañana como una broma de buen gusto. Mi cuñado me encerró en una cabina donde había silencio absoluto. Desde fuera, él me hacía señales como diciendo, grita. Sentí cierta paz, en aquel puesto de trabajo insonoro. Me hubiese quedado allí encapsulado mínimo algunas horas. Pero lo que empezó como un juego continuó como algo que aumentaba en su extrañeza. Enseguida, acompañé a mi sobrina a clases de costura y al entrar al edificio ella prefirió subir por las escaleras y yo decidí introducirme en aquel ascensor, mínimo, para una persona. El taller, estaba en un décimo pero a mí me pareció que estaba en la estratosfera. Salí sudando, di un beso de despedida a mi sobrina y volví a aquella tumba en movimiento, que soporté con los ojos cerrados y rezando oraciones que ni siquiera recordaba. Me llevaron al centro comercial en un coche de dos plazas y después de cazar diez prendas al vuelo me introduje obligado en un probador de cortinas de terciopelo demasiado pesadas y asfixiantes. Semidesnudo y rojo, todo me quedaba grande. Parecía una celda. Era un Juan de Arco bajo una montaña de pantalones cargo. Me metí en la ducha nada más llegar a casa. Las mamparas parecían achicarse y el olor a gel vainilla se hacía cada vez más intenso. Podía verme reflejado en el espejo del baño, una mancha desnuda color carne, pasada por un filtro de cristal ahumado. Llevaba todo el día de cápsula en cápsula y eché de menos correr por un campo floreado. Pensé que sería buena idea bajar a aquel parque más cercano a pasear a pesar de estar todavía húmedo. Uno de mis sobrinos quiso acompañarme, me hizo ilusión. Lo que no me hizo tanta, después de llegar a la cima de una de las pequeñas montañas, fue que me mirara con aquellos preciosos ojos suplicantes y me dijera: vamos a montar en el teleférico.

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