Clarice

Ni las deliciosas tortitas con miel y fresas del desayuno distraían mi única obsesión aquellos días: leer las Crónicas de Clarice Lispector. Al salir de compras, al centro comercial, la música machacona sólo me recordaba que no quería escuchar aquello sino el ritmo de sus relatos, densos y ligeros, profundos y superficiales al mismo tiempo. No compraba nada, no tenía ánimo para gastar, quería gastar tiempo con ese libro enorme y pesado como un gato en el regazo. Ni siquiera el viento que provenía refrescante y revoltoso del Atlántico me parecía tan brillante. No me importaba leer en el cuarto de invitados, en una esquina del salón como si estuviera castigado, en la cocina frente a la olla express a punto de explotar, en el armario de las bicis. Querían que fuéramos al cine, ni el cubo de palomitas más grande podría competir con la necesidad de hacer volar mi imaginación con Crónicas. No sé si las vacaciones familiares se irán al traste por mis ojos ausentes pensando en Recife ante los recitales de piano. De repente, estoy enamorado de un libro. ¿Es posible? Es extraño, pero también estoy enamorado de un edificio, del Edificio Centro, en el número 11 de la Calle Orense de Madrid.

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