"Si dices tres veces Taylor Swift frente al espejo se te aparece"

Después de dos días de conciertos, me dirigí al baño en la tercera mañana, para afeitarme, cosa que hago cada dos días también. Me sorprendió que mis labios lucían prominentemente muy rojos, como si durante la noche los hubieran estado coloreando con una de aquellas barras de labios Rouge Dior. Supuse que aquello era debido a que estaba enamorado y la sangre demandaba dentro de mi cuerpo. Hasta la semana pasada que yo supiera, tenía canas, pero mi melena, esa peluca que mis padres me han dado, era rubia. Era rubia. Durante la noche había estado investigando sobre Yves Klein pero tampoco tanto como para amanecer con los ojos azules. Había conciliado el sueño con un pijama de Marks & Spencer de rayas diplomáticas y al alba llevaba un maillot de lentejuelas. Me pregunté si realmente alguna de mis hermanas en Navidad me había regalado unas botas de tacón hasta la rodilla en lugar de un perfume. La luz de techo del baño se había convertido en una bola de discoteca que emanaba destellos rosas, amarillos y violetas. No me vi mal, me vi hasta favorecido. Siempre me pareció una estupidez eso de que las rubias son tontas. Mi mejor amiga del colegio es rubia y es una respetada médico. Abracé con naturalidad mi nueva realidad. Hasta que no tomo mi primer café no soy persona. Estaba mirándome en el espejo como un tonto cuando sonó el teléfono. Habitualmente es Vodafone, pero ante tanta extrañabilidad lo descolgué y resultó que me iban a mandar un vestido de Versace. Me había quedado sin leche para el café. Ni corto ni perezoso bajé por las escaleras (vivo en un décimo) con cuidado para no caerme con los tacones. En el portal una marabunta de fans se amontonaba para pedirme autógrafos, o arrancarme un mechón de las extensiones. Yo les gritaba: ¡Traedme seis litros de leche semidesnatada Pascual y no peluches!

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